Alumbró un lunes con la bruma besando los retoños de las rosas que
luchaban por no morir abrasadas por el frío. Parecía que el polo se hubo
trasladado a esa ciudad sin aviso previo escarchando los ventanales inmensos de
una habitación que sólo Dios sabe cuántas lágrimas ha visto sacrificadas, cuántas
veces en el piso se reparó un corazón ya casi extinto y
cuántas veces le escupieron a la cara recriminando el silencio
profesado cuando le pedía consejo. Dios no hablaba, por no menos no ahí.
Había amenaza de dolor en el aire con tormenta viniendo desde el este.
"Seguramente en la playa haría un día exquisito” Pensó.
Andaba mal algo, los
átomos chocaban en sus oídos gritando la alteración en lo común del orden,
desesperadamente en fuga porque tenían miedo. También lo podían percibir sin
encontrarle significancia a nada de lo que pasaba a esas horas, cerca de
cuando el sol está por nacer, devolviendo aunque sea un poco de consuelo
al mundo tras espantar a las alimañas cobijadas en la oscuridad. Había hielo
suspendido en el aire congelándole la nariz en cada inhalación, pese a que en
la casa la chimenea ardía perpetuamente. Ese lunes no había menesteres por
cumplir y a nadie le importaría si se quedaba enredada en las sábanas un
rato más. No tenía sueño y su ritual favorito para recuperarlo era pensar en él
hasta volverse a adormecer con una sonrisa en la cara.
Todos los días lo llamaba con su conciencia con un susurro que viaja
infinidades de océanos para dejarle un beso en la frente y un escalofrío
apoderándose de su espalda. Así sabría que era ella quien le besaba. Siempre él
aparecía en el sueño invocado a la fuerza cuando el sueño natural se marchaba
al carajo, con un amor hibernado y su vida puesta a los pies de esa mujer. Ella
lo esperaba para ver si se podía cambiar el curso que había tomado el destino
al equivocarse en el camino y perderse lejos de su cuidado receloso. Todos los
días, al despertar, a media noche cuando los ojos se rehusaban a cerrarse,
cuando leía el siempre itinerante libro sobre la mesita de luz, cuando ponía la
radio antes de entrar a la ducha, cuando su mente estuviera libre, la ocupaba
con él.
Ese día no llegó.
Ella repasó varias veces el lugar destinado para ellos, aunque fuese de mentira
e imposible de concretar, existente sólo en sus pensamientos. Cuando se suponía
que él debía levantarse del sofá para entrar en escena, no lo hizo. Sin
embargo, lo sentía cerca, estacionado en el derredor de sus afanes, como si
siguiera sentado sin lograr verlo, retenido por algo ¿Miedo? Jamás. Cómo podía
infringirle miedo.
Arrugó los ojos con todas sus fuerzas una última vez para que su cabeza
expulsara las trabas disfrazadas de confusas conjeturas al no entender lo que
pasaba.
Se levantó.
El sentimiento de ausencia se acrecentaba conforme se iba desvaneciendo la
juventud de la mañana haciendo que los rumores cotidianos se transformaran en
intranquilidad en su estado más puro, le temblaban las manos y sentía la
dicotomía entre lo real y lo inventando que ofrecen las esperanzas mal paridas.
Eso de sentirlo cerca y después lejos, no sentirlo, silencio y que ahí esté de
nuevo tan hermoso como recordaba, la estaba volviendo loca, porque pese a todo,
a los años, a la ruptura, a los viajes gratuitos con destino a la mierda, las
risas, las historias que se contaban, se aferraba como podía a la posibilidad de
un " Tal vez, mañana sea el día".
De pronto, cuando
terminaba de lavar los platos del almuerzo ahogada en miles de canciones
sufridas, al mirar hacia la calle, lo supo. Él se había marchado a otra
fantasía para complacer las mañas de la que llegó, quizás hace cuánto
tiempo, a ocupar el lugar que le pertenecía.
No era que la olvidó ni muchos menos dejó de amarla, eso imposible, pero
aprendió a hacer espacio en su corazón para otras pensando que si tenía
paciencia, algún día le dejaría de doler la pérdida de su Pandora. El
nombre rimbombante enmudecería, extinguiéndose lentamente en la decrepitud de
la amnesia selectiva a la que la confinó y aparecería otro para levantarle
alabanzas, otro que calmaría sus pesares con canciones de cuna hechas
especialmente para él. Ese era su mayor deseo, que dejara de doler.
Sucumbió
ante los devaneos inconscientes de una niña senil muriendo con el pasar de los
años que permaneció a su lado, pero sin tener las fuerzas para alejarse de ella
porque la necesitaba para completar los vacíos que le quedaron en el alma al nacer.
Inevitablemente había que hacer algo.
Un 25 de diciembre, cuando cayó la noche en todo el mundo y la atmósfera
cargada de amor se desplegaba con el atardecer, la fue a buscar, haciendo de
cuentas que aquí no pasó nada después de no hablarle por más de un año. Conversaron
de lo que no se sabían caminando tomados de las manos como desde el primer día,
felices hasta que el reloj en su alharaquero estrepitoso anunció que ya la
noche estaba muy avanzada para seguir vagabundeando. La dejó en
su casa y nunca más la volvió a ver. Hacía tanto frío como hoy y puede ser
que también haya sido un lunes... Maldito lunes.
Desde entonces
ambos están inconclusos con el orgullo metido en el medio: Ella consumida
en buscarle respuesta a la desaparición repentina del amor de su vida camuflado
como mejor amigo, inventando escenarios para reencontrarse en momentos exactos
del pasado en común, cuando las cosas marchaban a pedir de boca y el mundo era
pleno, así al menos podría verlo en sus recuerdos y nadie se lo negaría. Él,
huérfano de sentimientos porque nada podía superar al magnetismo que
despertaron los ojos de aquella mujer, nadie lo conocería tan bien adivinándole
el pensamiento incluso antes de que él mismo lo pensara. No podría rellenar los
huecos en su alma desecha, pero era el precio que debía pagar si quería
sobrevivir a las trampas que va poniendo la muerte circundante a la felicidad.
Él no quería morir y si no daba media vuelta, moriría de felicidad.
Ese lunes ella
supo que él descansaba en brazos ajenos cuando pudo dejar de ser tan imbécil,
volver a buscarla y retomar la historia donde fue que la dejaron, en ese 25 de diciembre
3 años atrás.
No asfixiaba su ausencia porque sabía que aunque amara a otra y durmiera en
otro pecho, seguiría siendo suyo como siempre lo ha sido, y que hiciera lo que
hiciera y la reemplazara con quien fuera, él le había regalado el corazón
siendo críos todavía y ella no tenía intención de devolverlo.
Después de ella, sólo podría entregar a quien viniese las migajas que quedaron
en el mantel. Los dos lo sabían.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER