Escucho a lo lejos el rumor del río mientras baja. La noche
es profunda con galardones de luna llena brillando entre las copas de los
bosques y de pronto, inevitablemente, pienso en ti, mi hombre de las nieves: en
tu despampanante sonrisa cargada de maldad y en el timbre de tu voz
seduciéndome despacio ¿Qué hiciste conmigo?
Entre los caminos perdidos comenzaron a ladrar los perros…
aunque aún es temprano para que los espíritus salgan a vagar…
Aquí, donde estoy, hay tanta calma que me agobia.
Se respira olor a humo mezclado con un tinte dulzón,
extrañamente familiar, indescifrable por un rato pero parecido al aroma de tu cuello, hombre encantador. ¡Qué no
daría porque estuvieras abrazándome ahora! Qué no daría por el agotamiento de
la búsqueda incesante de felicidad y me quedara estacionada en tus labios para
siempre… Iré a caminar un rato.
No hay luces. Mejor así. Toda la vida me he manejado mejor
en la oscuridad, de noche y sola. Quizás por cosas de mi misma naturaleza. Quién
sabe.
Prendí un cigarro para jugar a adivinar el futuro mientras
se consume y la atmósfera se cargó con otra presencia. Los queltehues volaron gritando
despavoridos en todas direcciones, mientras se sumaban los alaridos de los
perros olvidados en el páramo.
- - Sal criatura, ya sé que estás ahí.
- - ¿Qué haces aquí, Sirena, tan lejos de tu reino? –
Preguntó.
- - Vine a calmar mi alma. A buscar consuelo.
- - ¿Te han roto el corazón, Sirena, que perdiste el
rumbo?
- - Cambié el rumbo para que no me rompan el
corazón. Me enamoré de un hombre de las
nieves y de ojos oscuros.
- - Vete, Sirena, las montañas son celosas con sus
habitantes y ellos, tienen el corazón de piedra, -congelado y arisco. Sufrirás si
afanas.
- - Sufriré si no – Contesté mientras caían mis
lágrimas para regar la tierra santa de las montañas. – --- - Dime criatura, qué debo hacer.
- - Las montañas se alimentan de sangre… es el pago por quitarles una parte y al que
tú quieres, es su hijo más preciado.
Reconsidera, Sirena, vuelve a casa. Aquí encontraras agonía y muerte. Vete
Princesa, tesoro del mar. – Pese a la
advertencia, no me pude ir. Amaba con
desespero, con un amor incandescente, condensado en un golpe y liberado tras escucharlo decir mi nombre. Ahora mi corazón no era de agua y sal… era
todo lo que él quisiera.
- - No te puedo entregar mi sangre, criatura. Esto que
recorre mis venas es la furia de las olas al reventar: espuma y destrucción.
- - Entonces Princesa, queremos tus ojos para poder
ver el porvenir. Danos tus ojos y el hombre de las nieves será tuyo por todo lo
que te dure la vida. – Accedí.
No se puede ver el vaticinio propio. Es la condena que
nos define. Ver el futuro ajeno es fácil,
no obstante, cuando se mezcla con el
nuestro todo se transforma en mero azar,
cincuenta por ciento de probabilidades de todo. No los extrañaría. No me eran necesarios. Los entregué
sin pensarlo dos veces.
Apagué el cigarro y emprendí rumbo devuelta a casa, imaginé tus manos desnudándome lento, mientras me pedías hacerte el amor. Me inundé de ti
en dos segundos, convencida de haber abolido tus ataduras para poder
reclamarte como mío: tú y yo felices por la eternidad. Sin embargo, al llegar a
la puerta, mi mano pasó de largo por la perilla, atravesándola cual si fuera
bruma matinal.
La muerte había llegado incluso antes de entregar mis ojos. La
muerte había llegado cuando contesté tu saludo.