martes, 12 de agosto de 2025

DOS MINUTOS


 




Dos minutos a solas contigo. No necesito más.

Dos minutos donde no existan espacios entre los dos.

El tiempo congelado con el misticismo de tu voz cada que pronuncias mi nombre, hechizándome lento e  invitándome a pecar.  Hay deseos bestiales bailando entre lo común del día. Sé  lo que piensas y sabes lo que causas: el fervor de la sangre revuelta en la cacería instintiva desatada entre tú  y yo. ¿Quién será presa? ¿Quién será cazador? ...

 

Siempre ha sido así entre los dos, pese a la distancia, pese a los años, pese a la inmovilidad. Tal vez, por eso te has mantenido tan lejos de mí alcance.

Una vez que te tenga, no habrá vuelta atrás .

 

Tu voz carcome a mi cordura, me destruye desde dentro invocando a la locura entre gemidos nunca entregados, entre un mar de posibilidades y las lágrimas suplicantes por volverte a ver.

El tiempo se detuvo hace eones, la juventud, sin embargo, se fugó en un abrir y cerrar de ojos y este sentimiento perpetuo de amarte, se hace cada vez más fuerte.

 

 

Dos minutos a solas contigo, no necesito más para proponerte el término de esta espiral de dolor y angustia. Tú, yo y una habitación cerrada para retomar dónde fue que nos quedamos y darte el beso más largo de la historia, tanto como el tiempo que llevo esperándote.

 

Dos minutos, un beso y el  descubrimiento del amor debajo de la piel, donde más se esconde la lujuria, debajo y profundo en la piel, muy dentro que cuesta encontrarla a primera vista, pero donde habita tu recuerdo cómodo y cálido.

 

Ya otro inverno se viene a sumar, otro año se desgasta más rápido de lo habitual y existen días en que elijo olvidarte para llamarte en las noches cuando la necesidad se hace inmensa y la cama vacía no ayuda a amortiguar la soledad. Hay días en que te nombro hasta el cansancio. Hay veces, en que pienso que dos segundos serian más que suficientes para contrarrestar esta década dedicada a la contemplación de un fututo infértil donde no existes.

El sol volvió a dar una vuelta y me encuentro aquí, haciendo un espacio entre pacientes para dedicarte un delirio, un suspiro, un beso, dos segundos y un…. No, es mala suerte decirlo anticipadamente, así que mañana, sabrás que mi amor te abraza cuando tu vida agregue un año más a su historia


ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER 

DISCURSO ANTE SENTENCIA.

 


Y si de he arrepentirme de algo, aquí y ahora porque con eso vos sospecháis que podría cambiar la prudencia del pueblo, os digo: que lo hecho, ha sido a conciencia de pecador… con la sapiencia en las venas tras tantos años recorridos y aún este pobre espíritu adolece de lo esencial: cordura.

 

No estoy pidiendo, bajo ningún amparo, la abolición de lo que se me acusa, pues merecido tengo la sentencia, cual sea, lo que convenga el criterio Divino, solo necesito la expiación no la vuestra, la de Dios, porque solo él sabe que lo cometido no fue de mala fe, sino pensando en lo mejor que podría ofrecer en un contexto tormentoso.

Ya aclarado lo anterior, postro mi existencia y mis futuras cortas acciones a la determinación que esta cámara ha decidido, pero antes, tengo un último deseo, y eso sí que no se le puede negar a un moribundo aún con vida con demasiada vida por vivir ¡Os ruego! ¡Necesito la absolución!

Si ya me han quitado lo que por derecho de sangre me corresponde, no me quiten la cristiandad a la que me aferro ¡la absolución!

 

¿Y si he de arrepentirme de algo? ¡Jamás! Porque yo soy la Emperatriz de todo lo que lo ojos son capaces de ver y más todavía.

Podrán tomar mi corona, mi imperio, mi vida, poner mi cabeza en una bandeja, pero nunca conseguirán de mi boca una palabra de arrepentimiento y si la muerte es la condena por pagar, sea así pues, porque lo hecho, hecho está. 



ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER 

LA LOCURA

 





¿A qué hora volveré a escuchar tu voz?

¿Por qué de pronto, se volvió errático mi pulso?

¿Fue coincidencia, azar, destino? … el día se agota y yo, desespero. No hay mucho por hacer y lo cotidiano se transformó en tedio. Me abruman las paredes, desaparece el aire, así como hace poco, se extinguió la libertad. Una hora pasa arrastrándose por las piedras, derramando sangre como ofrenda a los demonios que, de seguro, vendrán a atormentar a la primera que puedan. Las noches se volvieron febriles y agitadas, cargadas de miedos y de soledad. Hay angustia en todos lados, un grito contendido clamando por piedad. Voy dando tumbos en torno a la locura.

¿cómo puedo enamorarme de unos ojos? Ahora las sonrisas desaparecieron tras las mascarillas quirúrgicas conquistadoras del mundo, ahora que el contacto es destructivo, cuando un abrazo puede matar, sin embargo, bastó mirarte ¿Cómo?  ¿será el hastío? ¿la psicosis nacida en el encierro? ¿qué día es hoy?... no veo luz para la humanidad.


ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER

LA PANDEMIA


 




Los días pasaban tranquilos, una sucesión constante de luz y noche. El frío era habitual, quizás incluso, necesario para poder sentir, aunque fuera dolor.

No hubo aviso. Nunca un vaticinio, ni siquiera la preocupación o el escalofrío repentino que se dispone a vivir en la nuca. Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo. Las mismas rutinas, las mismas interrogaciones protocolares para dar el mismo tratamiento que a tantos otro les di. Conversaciones que no avanzaban más allá de lo estrictamente profesional: “buenos días Doctora, Buenos días Doctor”.

No buscaba nada. La vida para mí era buena, pese a que el mundo se desataba en guerra y caos contra un enemigo venido desde oriente, pequeño, invisible, destructor.  “la peor catástrofe de la humanidad de los últimos 100 años”, eso se leía en cada noticiero, en cada titular, 24 horas al día y los 7 putos días de la semana. La sanidad mental era un bien escaso, infravalorado y al borde del colapso (la disociación, nunca fue tan buena aliada como a mediados del 2020). El dolor, transmutó a miedo: ¡MIEDO A RESPIRAR! Si respiro, muero.

“Buenos días Doctora. Buenos días Doctor” se podía reconocer claro el saludo bajo las mascarillas quirúrgicas.

Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo.  Amonio cuaternario entrando en la rutina de desinfección (las compulsiones, también, nunca fueron tan buenas aliadas como a mediados del 2020).

 Comenzaron a llegar las cuarentenas al mundo y las libertades a acabarse como los respiradores mecánicos, las fuerzas en los equipos de salud y las camas críticas. Se empezó a hablar de medicina de guerra y de selección de pacientes por salvar. ¿qué más se podía hacer? Los milagros no son opción.

El ser humano no está hecho para el confinamiento.

7 semanas llevábamos cuando levantaron las cuarentenas en esta parte olvidada del globo.

-          ¡Vamos a la playa! ¡di que sí! ¡en 30 minutos te paso a buscar! –  La impulsividad nunca ha sido lo mío. Necesito tener control, planificar y calcular, poner en la balanza pros y contras, desvelarme un par de noches tratando de decidir, replantear el caso y barajar las opciones A, B y C, para luego preguntarle a un tercero la opinión.

-          Vamos. – Contesté en menos de lo que dura un suspiro.  No tenía cómo anticipar que 3 meses después estaría encerrada en mi box de atención, con las luces apagadas, teléfono descolgado, acurrucada sobre la camilla, atragantándome el llanto.

Tres horas de viaje, amparados en la oscuridad de la noche al profundizarse. Las conversaciones ya no eran someras, había secretos siendo revelados, cosas que no se les dice ni al mejor amigo, pero que con él se hicieron fáciles de hablar, aparecieron las heridas expuestas suplicantes de ser curadas por fin, traumas conscientes debutaron entre copa y copa y la complicidad nació. Un brillo distinto, una sutil caricia en la mano, una sonrisa coqueta bailando en el mundo, cuando el mundo mismo dormía sin remedio. Hubo perversión apoderándose de la atmosfera ¿Qué podía perder, sino las ganas? Me enamoré en dos segundos. Despiadado.

Pasaron siglos desde la última vez que sentí el peso de un brazo al atraparme en el lecho o que el vaivén de una respiración ajena se colaba entre mis cabellos. Sentí cómo me hundía en la miseria. El tiempo no se toma en cuenta sino, hasta que, por azares del destino, la carga de su recorrido cae de golpe sobre los hombros y para mí fue eso: la añoranza de compañía por las noches. Siempre había algo que hacer, un pendiente olvidado, más horas de trabajo en el hospital, otro pendiente, un corazón roto de por medio, cansancio crónico y de nuevo más horas en el hospital. Dejé desvanecerse mis mejores años entre libros y ojeras, llevándose el recuerdo el deseo.

“Buenas noches Doctora. Buenas noches Doctor”.  

Resucitó a quien había estado muerta por varios siglos, suprimida si se quiere, bajo el velo de lo correcto y lo menesteroso. Me empezó a gustar cómo era yo, cuando estaba con él y esa, es la trampa más peligrosa.  Fui liberada, cuando ni siquiera entendía que era cautiva de mi misma si se quiere, de mis pensamientos y creencias obsoletas. Fui feliz, escasa, pero profundamente feliz.

Por un momento, la eterna promesa de muerte en el aire, dejó de importar.

“Buenos días Doctora. Buenos días Doctor”.

Nunca es bueno dejar rumores correr, menos ahora que producto de todo, comenzaban a escasear por la introducción forzosa del único tema de conversación permitido: La pandemia. Ni una reunión de más, ni un cambio en la entonación de la voz, ni el escape de una mirada al cruzar por los pasillos, ni siquiera las discusiones por pacientes fueron distintas. Nadie podía enterarse que, al caer la noche del viernes, en las manos de ese doctor yo volvía a nacer, me dejaba atrapar perdiendo a propósito, la cordura.

 

Ligera. La conciencia era ligera. Su voz adormecía a mis sentidos al borde de no importarme nada, sino, sus caricias. Hubo calidez otra vez donde el frio había formado escaras, era previsible el deshielo de mi corazón, aunque solo los viernes, porque ya al amanecer sábado, las llamas debían ser contenidas, escondidas y olvidadas. Fui feliz, de un modo inusual, pero profundamente feliz.

Se nos enseña a esconder emociones, a disfrazarlas de apatía y a normalizar la muerte. Se nos enseña a ser autómatas sin sentimientos, de raciocinio rápido, certero y actualizado. Así como aprendí a disimular el dolor, lo hice con el amor también.

 

En la eterna costumbre de pautar, lo que fuera: tratamientos, exámenes, planes de alimentación, pauteé desde un principio la naturaleza de nuestra relación: compañía y sexo mientras durara la pandemia. Nada más, ni nada menos.  Lo que no sabía en ese entonces, era que, como todo en la vida, hay variables que van  despejándose con el tiempo. Nunca se me pasó por la cabeza, enamorarme. Tiempo atrás y cuando otros labios eran dueños de los míos, mi corazón fue desintegrado a su mínima expresión y las cenizas las esparcieron por el mundo. Desde entonces, había decido no involucrar emociones; la degeneración profesional a veces, tiene buenos resultados. En eso, había transcurrido un par de años, pero apareció en el horizonte el retumbante y siempre seguro “Buenos días, Doctora. Buenos días, Doctor.”

Las temporadas comenzaron a cambiar y los vientos de verano traían sus vahos sofocantes por la tarde, las cifras de contagio iban a la baja y de los aplausos al personal de salud, ya ni los recuerdos. La gente hacía su vida normal, sin importar que al asecho continuaba la amenaza. Era como si de pronto, 15 meses de confinamiento, fueran olvidados de un día para otro.

Comenzaron a brotar, cual cepa nueva de un virus mortal, ideas sobre conspiraciones, mentiras y sabotajes. La gente dejó de creer en la vacuna y así como los casos bajaron, empezaron a subir… Ya estábamos en la segunda ola.

Ya los viernes se iban espaciando y de ese amor pueril, salieron espinas celosas que, al primer contacto, hacían sangrar hasta la muerte. De a poco, se fueron silenciando las conversaciones entre pasillos, sus continuos escapes a mi oficina para preguntar por algún paciente inexistente de manejo critico inexistente. Y no importó, mal que mal, mi corazón estaba decidido a no sentir, a no involucrarse.

-          Doctora ¿Vamos? – fue todo lo que dijo.

-          Vamos.

Era una invitación tácita a la que los dos respondíamos sin excusas.

Fueron los últimos 5 días.

El destino había confabulado para tener descanso largo y los días se presentaban cálidos, como suelen ser al inicio del verano.

Ya no podía negar mi amor por él.

 

Fui a conversar con el mar sobre el auto saboteo indetectado a tiempo, le conté que desde las cenizas volví a renacer y que mi lugar favorito del mundo había dejado de ser las rocas a la vera del agua, para convertirse en su boca, cuando gemía mi nombre. Le pedí su bendición para amar sin arrepentimientos, pero se negó a contestar.

Sacié mi necesidad de él hasta el cansancio, y el miedo de respirar a cara descubierta desapareció, solo su voz podía inundar mis pensamientos y sus manos desdibujándome los límites para lanzarlos a las brasas, fue como un anticipo de la decadencia, un “tome todo lo que pueda, pues es oferta por cierre de tienda”. Y eso hice.

Hay fármacos que con el tiempo generan resistencia, tolerancia y dependencia: dependencia, al necesitarlo para funcionar; tolerancia, con disminución de los efectos de un fármaco sobre lo que se busca tratar; resistencia, definida como la capacidad de soportar el efecto previo… yo desarrollé dependencia, tolerancia y resistencia, si de hacer el amor con él, se trataba.  Me había convertido en lo que juré destruir.

Le entregué mi devoción completa, bajé mis muros y desnudé a mis inseguridades frente a sus ojos para mostrarme tal como soy y no lo que no aparento ser. “Esta soy yo y no hay más”. Así mismo, él mostró su esencia y no me gustó.  Hay cosas que no se transan, hay actitudes que no se pueden dejar pasar. Ignoré en ese momento las señales de alarma.  No hay peor ciego, que aquel que no quiere ver.

 

Llevar un delantal blanco no hace el estatus, es una responsabilidad que muchos olvidan a la primera postura. Él era uno de ellos. Llevar un delantal blanco y un fonendo al cuello, no es sinónimo de dar órdenes y dejar que el mundo baile al compás que decidas tocas, es guiar, estudiar y aprender, es hacer de más a hacer de menos, es salir a caminar cuando toque la oportunidad y conversar en extenso con aquel que padece. Ser una mano cálida cuando el mundo se les desmorona, no una traba más. Él se había convertido en barricada.  Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver, sobre todo si el ciego se enamora de la barricada.

 

De pronto, el “Buenos días Doctora. Buenos días Doctor” se silenció en miradas esquivas por los pasillos, justo cuando mi corazón reclamaba su calor devuelta. Por eso no es bueno acostumbrarse, cuando llega la carencia, se desploma el resto del mundo.

Pasé del amor más intenso capaz de sentir a la aniquilación completa de cualquier rastro de cariño en esos 5 días. La mujer que llegó a esa playa, nunca salió. Se quedó conversando con el mar sobre su galán de brillante armadura, aquel hombre misterioso encomendado a su rescate cuando la pandemia la consumía desde adentro, desordenándole los sueños y trayendo paz.  Sobre aquel conquistador de trozos de piel abandonados a su suerte, que con besos los trajo de vuelta a la vida. Se quedó sentada en la arena, al lado de todas mis otras versiones.  Sin embargo, la mujer que volvió, levantó muros aún más altos, convocó a su armada y se dispuso a librar una guerra. La segunda ola de los contagios se había instalado.

Aproveché el impulso del caos para desaparecer detrás de mis pacientes y hacer de cuenta que nunca hubo nada entre los dos. Empecé a funcionar en piloto automático, como tantos años hice y de la nada, ya no rondaba por mis pensamientos; el ajetreo hizo lo suyo y así como apareció, se fue.

Un día, con los vahos infernales de la tarde de verano, entró a mi consulta.

“Buenas tardes Doctora. Buenas tardes Doctor”.

Venia con la excusa mala de hablar sobre el alta hospitalaria de un paciente del cual se había decidido dejarlo ir a casa en la visita de la mañana.

-          Tengo que hablar contigo – dijo.

-          Dime – respondí sin levantar la vista del teclado del computador.

-          Tengo un Takotsubo por una mujer que conozco de afuera del hospital y no sé cómo decirle. ¿se te ocurre algo? – ¿cómo me viene a pedir consejo de cómo decirle a otra que tiene el corazón roto? Mi propio corazón se rompió con esa frase

-          No sé, tampoco me interesa. Estoy ocupada.

-          Tan cortante como siempre, Doctora.

-          Estamos en el trabajo ¿se te olvida?

 

Disnea, taquicardia y la oscuridad apoderándose de mis ojos, temblores en las manos y unas ganas irremediables de llorar por todo y por nada.  Me acordé del porqué del hormigón alrededor de mis sentimientos. La vulnerabilidad daña.

Me acosté en la camilla, apagué las luces para que nadie me golpeara la puerta, puse pestillo, descolgué el teléfono y lloré por mi amor mal amado, por esta necesidad de sentir cuando la muerte te respira en la cabeza. Lloré por haberme acostumbrado a su presencia por mis pensamientos y por creer que esta vez si tendría mi historia de amo.

Me deshice en dolor, ahogándome de apoco con veneno. Los demonios empezaron a rondar burlándose de mis circunstancias, riéndose hasta la locura con cada lágrima derramada. Lloré tanto que mis ojos se secaron.

Dediqué 20 minutos al duelo de su cariño. Me levanté, prendí la luz, conecté el teléfono, saqué la llave de la puerta, me arreglé el maquillaje y seguí trabajando como que aquí no ha pasado nada.  Con tanto enfermo, cómo podría perder más tiempo por alguien que murió hace 20 minutos.

 

Se acabaron los saludos en los pasillos. Ya no me venía a preguntar por planes de tratamiento ni por cuál o tal fármaco era mejor para tal o cuál enfermedad.  Yo dejé de esperarlo. Nos convertimos en extraños en dos segundos, negando todo lo vivido juntos.

Me volví de pronto, un rencor tan grande que no podía ocultar el odio en mis ojos, cada que nos topábamos en el pase de visita todos los días en la mañana. Me convertí en su peor pesadilla, cuestionando cada paso que daba con los pacientes, haciéndolo desconfiar de sus propias decisiones. Así es más fácil enloquecer a alguien: mancillando la confianza que se tienen a ellos mismos. Cómo podría estar seguro si su cabeza le recordaba siempre que no estaba seguro.

Carcomería su interior como las termitas destruyen a los troncos, sin embargo, no fue necesario, porque por acción propia el mundo se dio cuenta de lo torpe que era y quién era debajo de la cascara de amabilidad de la que presumía.

 

El virus hizo lo suyo y el tiempo también, al borrar para siempre su rastro en mí.

 

 ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TERCER CÁNTICO PARA DON JUAN


 





Es esa complicidad remanente la que despertó de pronto con un simple beso dejado en mi frente secundario a un impulso infantil. Fue el despertar de un sentimiento dormido a la fuerza tiempo atrás, porque en aquel entonces mis intenciones no tenían un destino próspero.

Fuiste todo lo que en su momento quise Don Juan: mi fiel caballero de armadura desgastada y el despojo de un corazón marchito que quizá qué romance ponzoñoso lastimó. Mi amigo certero, cuando los demonios me inundaban y en secreto, el hombre que amé desde el primer momento.

 Fue en un instante tan efímero, entre nuestros coqueteos habituales, que deseé arrancarte la ropa con desespero, secuestrarte silenciosa hacia las profundidades de una habitación cerrada y rasguñarte la piel cuando mi cuerpo fuera tuyo. Besarte  y morir en otro beso. Todo por uno inocente. ¿Pero es suficiente para derretir el hielo dónde me fui de refugiar?

Extrañé tus brazos, mi amado Don Juan, donde la calidad del mundo se condensaba en algodones de azúcar para jugar a ser de nuevo una princesa enamorada de su príncipe Azul. Extrañé el olor impregnado en mi ropa después de dormir una tarde entera en tus hombros: Olor a humo trasnochado y deseos sin consumar.

Extrañé la forma en la que pronunciabas mi nombre, descomponiéndolo en silabas, confesando devoción con cada letra, hablando un idioma completo antes de terminar de decirlo.

En menos de un segundo quise pararme y correr detrás de ti, robarte todos los besos con los que imaginé en la contemplación obsesiva de tus labios. Tanto daño causaste Don Juan que mi corazón volvió a llorar en mutismo por tu ausencia y por la sapiencia de que haga lo que haga, nunca vas a volver a mí.



ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER 

LOS DÍAS EN QUE NO ESTÁS

 





Se hacen insoportables los días en los que no estás aquí. Duelen y pasan despacio. Destruyen y no vuelves.

Desaté lazos y reconstruí mi mundo desde las cenizas, elevé una última oración por ti y cerré los ojos, esperando no volverte a ver, pero los sueños se poblaron de posibilidades, sentí tu calor y me deshice, tan rápido como efímero fue tu paso por este rumbo.

 

Tac, tac, tac, como paroxismos apareces deambulando entre mis pensamientos, erizándome la piel para luego, hacerme llorar. Tac, tac, tac, ahí viene de nuevo un susurro con tu voz cargada de insinuaciones que no supe entender. Tac, tac, tac… y así se me ha ido la vida en la espera agotadora de rogar por ti. Cada día, todos los días me consume la necesidad de verte, de abrazarte y de hacerte el amor… si tan solo estuvieras aquí, pero Dios, se aburrió de mí.

 

¿Hasta cuándo la tortura? ¿hasta cuándo te regocijarás en mi agonía? ¿de qué sirve una venganza si no se puede observar? Me dejaste desangrando a un lado del camino, mientras las aves rapaces rondaban en círculo sobre mi cabeza. Ya pagué tu dolor con mi propio dolor y tu espera, con las profundas arrugas en mi rostro.

 

Ya no sé qué más hacer.

 

La sucesión incesante de los años repitiéndose como si no tuvieran otra opción, me desquicia y no vuelves, pero no te terminas de ir. Siento a la Muerte respirándome en la nuca, ahora con más fuerza desde que el apocalipsis se instauró en el mundo  hace dos veranos y poco más. Siento que es inevitable que tome su mano por descuido en cualquier momento, pero le pido piedad, que espere, así como yo espero. No puedo morir sin volver a verte. No puedo morir sin besarte al menos una vez.




ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER

EL CAZADOR

  







Hay vejámenes y remordimiento. Abstinencia y conciliación, una suerte de condena implícita pagada en migajas, por lo que dure mi existencia: necesidad y miedo.

El tiempo pasó tan sutil que décadas se deshicieron a días. Un agotamiento paulatino de ilusiones hasta quedar en nada: vacíos, silencio y dolor. Un grito ahogado bajo el reventar de las olas para  que no fuera escuchado, ni siquiera por mí, la  que gritaba hasta deshacerse la garganta en sangre. Perdí lo último que me quedaba de humanidad al darme cuenta que no recordaba la semblanza de una caricia entregada porque sí. No recordaba lo que era dormir prisionera de un par de brazos cálidos, ni la sensación de un beso al despertar. ¿Cuántos siglos han pasado desde que el sol tocó mi piel? Cuántas eras se agotaron mientras yo perdía el tiempo en persecuciones imbéciles de un afán que rehúye de mí. ¿Qué tan dañado está mi corazón para estremecerse por alguien que decidió velarme el sueño? La noche se escapa rauda cuando más se necesita que pause. Hay una fractura profunda en esta coraza de hielo y las recriminaciones se abalanzan sobre las decisiones ya proscritas. ¿Qué tanto hay que esperar para volver a la vida? 10 años, 3 meses y 18 días.

 

Hay envidia acrecentándose con los años, viendo lo que otros tienen como si me lo hubiera arrebatado de las manos. Tengo miedo. Varía con la luna y las ondulaciones del mar, quizá la bruma ayude un poco para ocultar detrás la hoguera encendida en mis ojos con vehemencia y el desespero.

Hay hábitos difíciles de dejar como el gusto selectivo de jugar con cordura ajena: destruyo muros, aniquilo almas y carcomo conciencias. Tal vez, fue precisamente esto, lo que me separó inexorablemente de ti, amor mío. 

Los embrujos son distintos cada vez, depende de la presa. Siempre hay una cacería de por medio. He aquí al cazador


ESCRITO PO: FRANCISCA KITTSTEINER 
© Francisca Kittsteiner, 2008 - 2009.
- Franykityzado por Klaus, ©2009.