Los días pasaban tranquilos, una sucesión constante de luz y
noche. El frío era habitual, quizás incluso, necesario para poder sentir,
aunque fuera dolor.
No hubo aviso. Nunca un vaticinio, ni siquiera la
preocupación o el escalofrío repentino que se dispone a vivir en la nuca. Del
trabajo a la casa, de la casa al trabajo. Las mismas rutinas, las mismas
interrogaciones protocolares para dar el mismo tratamiento que a tantos otro
les di. Conversaciones que no avanzaban más allá de lo estrictamente
profesional: “buenos días Doctora, Buenos días Doctor”.
No buscaba nada. La vida para mí era buena, pese a que el
mundo se desataba en guerra y caos contra un enemigo venido desde oriente,
pequeño, invisible, destructor. “la peor
catástrofe de la humanidad de los últimos 100 años”, eso se leía en cada
noticiero, en cada titular, 24 horas al día y los 7 putos días de la semana. La
sanidad mental era un bien escaso, infravalorado y al borde del colapso (la
disociación, nunca fue tan buena aliada como a mediados del 2020). El dolor,
transmutó a miedo: ¡MIEDO A RESPIRAR! Si respiro, muero.
“Buenos días Doctora. Buenos días Doctor” se podía reconocer
claro el saludo bajo las mascarillas quirúrgicas.
Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo. Amonio cuaternario entrando en la rutina de
desinfección (las compulsiones, también, nunca fueron tan buenas aliadas como a
mediados del 2020).
Comenzaron a llegar
las cuarentenas al mundo y las libertades a acabarse como los respiradores
mecánicos, las fuerzas en los equipos de salud y las camas críticas. Se empezó
a hablar de medicina de guerra y de selección de pacientes por salvar. ¿qué más
se podía hacer? Los milagros no son opción.
El ser humano no está hecho para el confinamiento.
7 semanas llevábamos cuando levantaron las cuarentenas en
esta parte olvidada del globo.
-
¡Vamos a la playa! ¡di que sí! ¡en 30 minutos te
paso a buscar! – La impulsividad nunca
ha sido lo mío. Necesito tener control, planificar y calcular, poner en la
balanza pros y contras, desvelarme un par de noches tratando de decidir,
replantear el caso y barajar las opciones A, B y C, para luego preguntarle a un
tercero la opinión.
-
Vamos. – Contesté en menos de lo que dura un
suspiro. No tenía cómo anticipar que 3
meses después estaría encerrada en mi box de atención, con las luces apagadas,
teléfono descolgado, acurrucada sobre la camilla, atragantándome el llanto.
Tres horas de viaje, amparados en la oscuridad de la noche
al profundizarse. Las conversaciones ya no eran someras, había secretos siendo revelados,
cosas que no se les dice ni al mejor amigo, pero que con él se hicieron fáciles
de hablar, aparecieron las heridas expuestas suplicantes de ser curadas por
fin, traumas conscientes debutaron entre copa y copa y la complicidad nació. Un
brillo distinto, una sutil caricia en la mano, una sonrisa coqueta bailando en
el mundo, cuando el mundo mismo dormía sin remedio. Hubo perversión
apoderándose de la atmosfera ¿Qué podía perder, sino las ganas? Me enamoré en
dos segundos. Despiadado.
Pasaron siglos desde la última vez que sentí el peso de un
brazo al atraparme en el lecho o que el vaivén de una respiración ajena se
colaba entre mis cabellos. Sentí cómo me hundía en la miseria. El tiempo no se
toma en cuenta sino, hasta que, por azares del destino, la carga de su
recorrido cae de golpe sobre los hombros y para mí fue eso: la añoranza de
compañía por las noches. Siempre había algo que hacer, un pendiente olvidado,
más horas de trabajo en el hospital, otro pendiente, un corazón roto de por
medio, cansancio crónico y de nuevo más horas en el hospital. Dejé desvanecerse
mis mejores años entre libros y ojeras, llevándose el recuerdo el deseo.
“Buenas noches Doctora. Buenas noches Doctor”.
Resucitó a quien había estado muerta por varios siglos,
suprimida si se quiere, bajo el velo de lo correcto y lo menesteroso. Me empezó
a gustar cómo era yo, cuando estaba con él y esa, es la trampa más
peligrosa. Fui liberada, cuando ni
siquiera entendía que era cautiva de mi misma si se quiere, de mis pensamientos
y creencias obsoletas. Fui feliz, escasa, pero profundamente feliz.
Por un momento, la eterna promesa de muerte en el aire, dejó
de importar.
“Buenos días Doctora. Buenos días Doctor”.
Nunca es bueno dejar rumores correr, menos ahora que
producto de todo, comenzaban a escasear por la introducción forzosa del único tema
de conversación permitido: La pandemia. Ni una reunión de más, ni un cambio en
la entonación de la voz, ni el escape de una mirada al cruzar por los pasillos,
ni siquiera las discusiones por pacientes fueron distintas. Nadie podía
enterarse que, al caer la noche del viernes, en las manos de ese doctor yo
volvía a nacer, me dejaba atrapar perdiendo a propósito, la cordura.
Ligera. La conciencia era ligera. Su voz adormecía a mis
sentidos al borde de no importarme nada, sino, sus caricias. Hubo calidez otra
vez donde el frio había formado escaras, era previsible el deshielo de mi
corazón, aunque solo los viernes, porque ya al amanecer sábado, las llamas
debían ser contenidas, escondidas y olvidadas. Fui feliz, de un modo inusual,
pero profundamente feliz.
Se nos enseña a esconder emociones, a disfrazarlas de apatía
y a normalizar la muerte. Se nos enseña a ser autómatas sin sentimientos, de
raciocinio rápido, certero y actualizado. Así como aprendí a disimular el
dolor, lo hice con el amor también.
En la eterna costumbre de pautar, lo que fuera:
tratamientos, exámenes, planes de alimentación, pauteé desde un principio la
naturaleza de nuestra relación: compañía y sexo mientras durara la pandemia.
Nada más, ni nada menos. Lo que no sabía
en ese entonces, era que, como todo en la vida, hay variables que van despejándose con el tiempo. Nunca se me pasó
por la cabeza, enamorarme. Tiempo atrás y cuando otros labios eran dueños de
los míos, mi corazón fue desintegrado a su mínima expresión y las cenizas las
esparcieron por el mundo. Desde entonces, había decido no involucrar emociones;
la degeneración profesional a veces, tiene buenos resultados. En eso, había
transcurrido un par de años, pero apareció en el horizonte el retumbante y
siempre seguro “Buenos días, Doctora. Buenos días, Doctor.”
Las temporadas comenzaron a cambiar y los vientos de verano
traían sus vahos sofocantes por la tarde, las cifras de contagio iban a la baja
y de los aplausos al personal de salud, ya ni los recuerdos. La gente hacía su
vida normal, sin importar que al asecho continuaba la amenaza. Era como si de
pronto, 15 meses de confinamiento, fueran olvidados de un día para otro.
Comenzaron a brotar, cual cepa nueva de un virus mortal,
ideas sobre conspiraciones, mentiras y sabotajes. La gente dejó de creer en la
vacuna y así como los casos bajaron, empezaron a subir… Ya estábamos en la
segunda ola.
Ya los viernes se iban espaciando y de ese amor pueril,
salieron espinas celosas que, al primer contacto, hacían sangrar hasta la
muerte. De a poco, se fueron silenciando las conversaciones entre pasillos, sus
continuos escapes a mi oficina para preguntar por algún paciente inexistente de
manejo critico inexistente. Y no importó, mal que mal, mi corazón estaba
decidido a no sentir, a no involucrarse.
-
Doctora ¿Vamos? – fue todo lo que dijo.
-
Vamos.
Era una invitación tácita a la que los dos respondíamos sin
excusas.
Fueron los últimos 5 días.
El destino había confabulado para tener descanso largo y los
días se presentaban cálidos, como suelen ser al inicio del verano.
Ya no podía negar mi amor por él.
Fui a conversar con el mar sobre el auto saboteo indetectado
a tiempo, le conté que desde las cenizas volví a renacer y que mi lugar
favorito del mundo había dejado de ser las rocas a la vera del agua, para
convertirse en su boca, cuando gemía mi nombre. Le pedí su bendición para amar
sin arrepentimientos, pero se negó a contestar.
Sacié mi necesidad de él hasta el cansancio, y el miedo de
respirar a cara descubierta desapareció, solo su voz podía inundar mis
pensamientos y sus manos desdibujándome los límites para lanzarlos a las brasas,
fue como un anticipo de la decadencia, un “tome todo lo que pueda, pues es
oferta por cierre de tienda”. Y eso hice.
Hay fármacos que con el tiempo generan resistencia,
tolerancia y dependencia: dependencia, al necesitarlo para funcionar;
tolerancia, con disminución de los efectos de un fármaco sobre lo que se busca
tratar; resistencia, definida como la capacidad de soportar el efecto previo…
yo desarrollé dependencia, tolerancia y resistencia, si de hacer el amor con
él, se trataba. Me había convertido en
lo que juré destruir.
Le entregué mi devoción completa, bajé mis muros y desnudé a
mis inseguridades frente a sus ojos para mostrarme tal como soy y no lo que no
aparento ser. “Esta soy yo y no hay más”. Así mismo, él mostró su esencia y no
me gustó. Hay cosas que no se transan,
hay actitudes que no se pueden dejar pasar. Ignoré en ese momento las señales
de alarma. No hay peor ciego, que aquel
que no quiere ver.
Llevar un delantal blanco no hace el estatus, es una
responsabilidad que muchos olvidan a la primera postura. Él era uno de ellos.
Llevar un delantal blanco y un fonendo al cuello, no es sinónimo de dar órdenes
y dejar que el mundo baile al compás que decidas tocas, es guiar, estudiar y
aprender, es hacer de más a hacer de menos, es salir a caminar cuando toque la
oportunidad y conversar en extenso con aquel que padece. Ser una mano cálida
cuando el mundo se les desmorona, no una traba más. Él se había convertido en
barricada. Pero no hay peor ciego que el
que no quiere ver, sobre todo si el ciego se enamora de la barricada.
De pronto, el “Buenos días Doctora. Buenos días Doctor” se
silenció en miradas esquivas por los pasillos, justo cuando mi corazón
reclamaba su calor devuelta. Por eso no es bueno acostumbrarse, cuando llega la
carencia, se desploma el resto del mundo.
Pasé del amor más intenso capaz de sentir a la aniquilación
completa de cualquier rastro de cariño en esos 5 días. La mujer que llegó a esa
playa, nunca salió. Se quedó conversando con el mar sobre su galán de brillante
armadura, aquel hombre misterioso encomendado a su rescate cuando la pandemia
la consumía desde adentro, desordenándole los sueños y trayendo paz. Sobre aquel conquistador de trozos de piel abandonados
a su suerte, que con besos los trajo de vuelta a la vida. Se quedó sentada en
la arena, al lado de todas mis otras versiones. Sin embargo, la mujer que volvió, levantó
muros aún más altos, convocó a su armada y se dispuso a librar una guerra. La
segunda ola de los contagios se había instalado.
Aproveché el impulso del caos para desaparecer detrás de mis
pacientes y hacer de cuenta que nunca hubo nada entre los dos. Empecé a funcionar
en piloto automático, como tantos años hice y de la nada, ya no rondaba por mis
pensamientos; el ajetreo hizo lo suyo y así como apareció, se fue.
Un día, con los vahos infernales de la tarde de verano,
entró a mi consulta.
“Buenas tardes Doctora. Buenas tardes Doctor”.
Venia con la excusa mala de hablar sobre el alta
hospitalaria de un paciente del cual se había decidido dejarlo ir a casa en la
visita de la mañana.
-
Tengo que hablar contigo – dijo.
-
Dime – respondí sin levantar la vista del
teclado del computador.
-
Tengo un Takotsubo por una mujer que conozco de
afuera del hospital y no sé cómo decirle. ¿se te ocurre algo? – ¿cómo me viene
a pedir consejo de cómo decirle a otra que tiene el corazón roto? Mi propio
corazón se rompió con esa frase
-
No sé, tampoco me interesa. Estoy ocupada.
-
Tan cortante como siempre, Doctora.
-
Estamos en el trabajo ¿se te olvida?
Disnea, taquicardia y la oscuridad apoderándose de mis ojos,
temblores en las manos y unas ganas irremediables de llorar por todo y por
nada. Me acordé del porqué del hormigón
alrededor de mis sentimientos. La vulnerabilidad daña.
Me acosté en la camilla, apagué las luces para que nadie me
golpeara la puerta, puse pestillo, descolgué el teléfono y lloré por mi amor
mal amado, por esta necesidad de sentir cuando la muerte te respira en la
cabeza. Lloré por haberme acostumbrado a su presencia por mis pensamientos y
por creer que esta vez si tendría mi historia de amo.
Me deshice en dolor, ahogándome de apoco con veneno. Los
demonios empezaron a rondar burlándose de mis circunstancias, riéndose hasta la
locura con cada lágrima derramada. Lloré tanto que mis ojos se secaron.
Dediqué 20 minutos al duelo de su cariño. Me levanté, prendí
la luz, conecté el teléfono, saqué la llave de la puerta, me arreglé el
maquillaje y seguí trabajando como que aquí no ha pasado nada. Con tanto enfermo, cómo podría perder más
tiempo por alguien que murió hace 20 minutos.
Se acabaron los saludos en los pasillos. Ya no me venía a preguntar
por planes de tratamiento ni por cuál o tal fármaco era mejor para tal o cuál
enfermedad. Yo dejé de esperarlo. Nos
convertimos en extraños en dos segundos, negando todo lo vivido juntos.
Me volví de pronto, un rencor tan grande que no podía
ocultar el odio en mis ojos, cada que nos topábamos en el pase de visita todos
los días en la mañana. Me convertí en su peor pesadilla, cuestionando cada paso
que daba con los pacientes, haciéndolo desconfiar de sus propias decisiones.
Así es más fácil enloquecer a alguien: mancillando la confianza que se tienen a
ellos mismos. Cómo podría estar seguro si su cabeza le recordaba siempre que no
estaba seguro.
Carcomería su interior como las termitas destruyen a los
troncos, sin embargo, no fue necesario, porque por acción propia el mundo se
dio cuenta de lo torpe que era y quién era debajo de la cascara de amabilidad
de la que presumía.
El virus hizo lo suyo y el tiempo también, al borrar para
siempre su rastro en mí.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER