Hay vejámenes y remordimiento. Abstinencia y conciliación, una suerte de condena implícita pagada en migajas, por lo que dure mi existencia: necesidad y miedo.
El tiempo pasó tan sutil que décadas se deshicieron a días.
Un agotamiento paulatino de ilusiones hasta quedar en nada: vacíos, silencio y
dolor. Un grito ahogado bajo el reventar de las olas para que no fuera escuchado, ni siquiera por mí, la
que gritaba hasta deshacerse la garganta
en sangre. Perdí lo último que me quedaba de humanidad al darme cuenta que no
recordaba la semblanza de una caricia entregada porque sí. No recordaba lo que
era dormir prisionera de un par de brazos cálidos, ni la sensación de un beso
al despertar. ¿Cuántos siglos han pasado desde que el sol tocó mi piel? Cuántas
eras se agotaron mientras yo perdía el tiempo en persecuciones imbéciles de un
afán que rehúye de mí. ¿Qué tan dañado está mi corazón para estremecerse por
alguien que decidió velarme el sueño? La noche se escapa rauda cuando más se
necesita que pause. Hay una fractura profunda en esta coraza de hielo y las
recriminaciones se abalanzan sobre las decisiones ya proscritas. ¿Qué tanto hay
que esperar para volver a la vida? 10 años, 3 meses y 18 días.
Hay envidia acrecentándose con los años, viendo lo que otros
tienen como si me lo hubiera arrebatado de las manos. Tengo miedo. Varía con la
luna y las ondulaciones del mar, quizá la bruma ayude un poco para ocultar
detrás la hoguera encendida en mis ojos con vehemencia y el desespero.
Hay hábitos difíciles de dejar como el gusto selectivo de
jugar con cordura ajena: destruyo muros, aniquilo almas y carcomo conciencias.
Tal vez, fue precisamente esto, lo que me separó inexorablemente de ti, amor
mío.
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