El amor había desaparecido,
así como el remordimiento por entregarlo de ofrenda a los caprichos del mar.
Volví a estar en calma, con los pensamientos atiborrados de ansiedad
desprendida desde el aburrimiento... una cabeza ociosa, es peligrosa.
Pasaron los meses y la vida recobró el sentido
gris de un destino solitario, frío glaciar en mi piel debutando nuevamente y el
instinto adormilado por el invierno en el horizonte.
Respirar seguía siendo un riesgo, andar con la
cara descubierta, igual. Las muertes eran cosa cotidiana y ya no causaban miedo.
Ahora respirar era tan angustiante como el no hacerlo.
Los sueños se poblaron de conversaciones añejas,
había un dejo de nostalgia asociada a un nombre, quizá familiar, quizá
intermitente, quizá maldito desde el principio de los tiempos. Quizás…
Soy cambiante. Mi propia esencia es agua. Agua
tranquila en la superficie y turbulenta donde ya la luz no es capaz de entrar.
Hay demonios bailando en lo profundo, sedados por el ajetreo de un
corazón carente, escondido bajo 10 centímetros de hormigón armado.
En el silencio reina la locura... en mi reino
no hay ruido...
La ambivalencia eterna entre
conocer las posibilidades de un futuro tenebroso y aun así querer lanzarse a
los brazos de la desgracia, es un peso que cargo, y es por la misma
ambivalencia de un alma vieja paseando en una era dispar. El masoquismo cala
hondo cuando los siglos pasan sin sentido, por el mero afán de anhelar querer
sentir algo, aunque sea dolor… ¡AUNQUE SEA DOLOR! Dolor fue lo que trajo el tránsito iracundo
de un amor inconcluso.
La costumbre patológica del
saboteo anticipatorio me dejó donde estoy ahora. Meses habían pasado en la
posición estática de ser espectador de una historia que debí protagonizar; en
la inocencia de la juventud pacté con el mar a cambio de amor “Te
entregaré 100 almas, por unos cuantos años en la tierra. Te traeré 100 almas,
como pago por la mía” … cómo librarse.
El último romance entregado
como ofrenda, dejó cicatriz en donde no puedo sanar. Desde entonces, vivo en
piloto automático, con un gusto amargo en la boca por condenar a la felicidad a
morir a manos de lo que más quiero. El mar es vengativo. Yo lo abandoné, entonces
a mi pago será el abandono.
Ya el sueño había caducado
muchas noches antes del desquicio completo, no existía energía de reserva a la
que pudiera echar mano, mientras que el ardor crónico de la piel, se volvía insostenible.
Delirum tremens. Angina pectoris.
En dos segundos tenía en
frente la carretera, el sol encegueciéndome cuando se ocultaba tras los
cerros y cayó la noche poco antes de llegar. Un perfume dulce fue lo que me recibió al
abrir la puerta y el llanto no tuvo torniquete. Ese perfume que hasta hace poco
que se quedaba impregnado en mi piel después de hacer el amor, el que me traía
calma cuando los tormentos decidían despertar, el que ya no estaría nunca más,
fue el gatillante.
Caminé descalza por el filo
de las rocas sin importarme el daño, ni la sangre, ni que ya comenzaban a
brotarme las escamas. Grité.
- - ¿Hasta cuándo? ¿¡HASTA CUÁNDO!? ¿por qué no
deja de doler? ¿por qué, si yo te mantuve sereno a costa de mi propio suplicio,
me torturas así? – un reventar estrepitoso de una ola silenció mi llanto. -
¡Dios, contéstame!... una señal… es todo lo que pido… una señal…
Las lágrimas de las sirenas, son capaces de dar vida.
Una lagrima tocó el agua. Cinco minutos después vi a un hombre nadar hasta la costa, lo reconocí de
inmediato y estiré mis brazos para adorarlo todo lo que no pude. Me miró,
sonrió y se fue. Tomó la mano de otra mujer que esperaba en un estacionamiento
un par de kilómetros más al sur.
Por primera vez sentí miedo…
de un porvenir sola, de una cama perpetuamente vacía, de volver a tener una
mano oscilante en el viento sin respuesta.
Cómo fue que me convertí en
esto, en un despojo de emociones y sentimientos incomprensibles, cuándo fue que
mi corazón cambió de dueño. Habían pasado casi 10 años. Las sirenas no aman ¿Por
qué yo sí?
El cielo comenzaba a
aclararse con la promesa del amanecer entrando raudo por el este. Nunca estuve
tan desnuda como en ese amanecer… los miedos debutaron en mis pensamientos
durante horas ¿Quién era? ¿Dónde me perdí? ¿Por qué el provenir levantaba
inseguridades?
De frente al horizonte, con
los pies en sangre y las escamas ya secas, respiré hondo, abrí los brazos y
dije “Yo soy el mar. Yo soy la inmensidad. Yo soy hija de Poseidón”.
Las olas se embravecieron,
el viento rugió y el hombre que había salido del mar se hizo espuma en aquel estacionamiento dos kilómetros
al sur.
Regresé a esa casa que
inició la caída del castillo de naipes y de pronto, no hubo rastro de nada, solo cadáveres de mariposas, cerca de las ventanas, como queriendo escapar antes de
morir de hambre, sed y frío. Esa era la
señal… a mí nadie me puede aprisionar.