Las noches eran febriles. Alguien me perseguía. De algo
debía escapar.
No conseguía descanso, sólo ojeras arrastrando hasta las
rodillas, malhumor y párpados pesados cargados de concreto.
Miedo de cerrar los ojos
y ser atrapada. Estaba convencida de no salir con vida. Tarde o
temprano.
Imágenes sórdidas de parajes oscuros polutos y siempre
llenos de corredores infinitos, poblaron de pronto cada aspecto parecido a un
sueño, con coincidencias distorsionadas hasta
lo familiar amalgamadas con el extravío del conocimiento: En medio de nada. Ni
muy soñando, ni muy consciente. Perdida.
Noche tras noche la misma tortura, con voces reconocibles
entre los recuerdos de viejos amigos olvidados por el correr de los años, advirtiéndome
el peligro de quedarme quieta. “Huye” “Escóndete”
“Te busca” se repetían, retumbando el resto del día al disolver los limites de
la cordura, para llenarlos con especulaciones sobre el significado de bajar
escaleras sin llegar a un verdadero final: Muerte.
Perturbación tomó poderío de mis pasos y miedo de doblar las
esquinas al creer que los sueños se pueden hacer realidad (o, en su defecto, no
se cumplan). Castigo. Punición. Latencia.
Habitaba un porvenir desabrido de un dulce condimentado con
exceso de pimienta y la figura de una esencia en su minuto conocida, pero ahora
esquiva, puesta en la punta de la lengua, sin poderla llamar, por saber de
quien se trataba y sufrir la amnesia involuntaria del intervalo que ocupó su nombre,
hacía mariguanzas para quedarse escondida en el rincón más lejano de mi
conciencia.
“¿Qué quieren de mí?” “¿Quién es?” “Alguien, por alguna
razón, me está llamando…”
“¿Por qué no le veo los ojos?” Dormí.
Había bruma volviendo sepia el alcance de la vista, con esa
escarcha dorada que queda después del amor entre la luz de un farol alumbrando
la calle y las gotas de agua estacionadas en el viento. Nadie alrededor, con excepción
de uno o dos queltehues cantando la venida del apocalipsis.
Caminé por un largo corredor ceniciento, empañado de
recuerdos y el olor a castañas asadas esparciéndose, segura, desempolvando
viejos devaneos con la cadencia que pensé, había olvidado tras el desuso, pero
que continuaban firmes como el primer día.
Sin parpadear y con esa
media sonrisa donde se ocultan los deseos impuros, junto con la divinidad
misma, atravesé el corredor con la parsimonia justa, desbordando galardones de
sensualidad. Caminé tan largo trecho sin vacilar un segundo.
Detrás de mí, alguien seguía mis pasos. Casi podía sentir su
respiración agitándose sobre mi hombro… El calor del vaho… El sabor de la boca
que lo expelía. No importó.
Cayó la noche en un descuido y batucadas de luciérnagas reemplazaron
la obnubilación del atardecer cargado con bombas de añoranzas.
¡El cielo estaba en todas partes! ¡Las estrellas cobraron vida! ¡Romance
llenándome los pulmones! ¡El miedo
yéndose al carajo!
Entonces, las voces materializaron rostros y los rostros
comenzaban a bailar un vals apolillado en medio del pasto rebosante de
salpicaduras de una posibilidad.
El universo a media luz y desde sus tumbas levantándose los
cadáveres de momentos mejores comandados por los vestigios roñosos de lo que
quedaba de mi corazón.
Ya no sentía frío. Mi desnudez había desaparecido por un
vestido amarillo hasta el piso y guantes de satín.
Me tomó de la mano.
Lo reconocí.
Le vi los ojos.
No habló.
También había escapado del confinamiento lúgubre que por
voluntad propia asumió lejos de mí, repleto de soledad y brío.
Se esfumaron las cenizas con el paso de un viento huracanado
con la duración de un suspiro y los helechos empezaban a colonizar las paredes
pintadas con cal de los pasillos que transité. Yo flotaba en una serenidad
echada en falta. A salvo.
Bailamos hasta que los primeros indicios del amanecer
amenazaban con enceguecer a las luciérnagas y aquellos que advertían peligro en
un comienzo, descubrían sus coartadas, verdes de envidia y sulfúricos por el
fracaso de su misión en hacerme flaquear por temor. Bailamos por todo lo que
estuvimos lejos. Bailamos por todo lo que nos faltaba por hacer. Bailamos porque
pese a la decrepitud de los años, de las heridas hechas en el fervor del
rencor, de las suplicas por libertad y olvido, del veneno procurado por las
serpientes envidiosas, ahí estábamos, los dos, otra vez.
Desperté.
Volví a reír.
Y frente a mí, el día en su máxima reverberancia, con los
azotes de las olas sobre los roqueros como si no fuera a existir un mañana, la
espuma cubriendo la extensión del horizonte y mi corazón palpitando con fuerza
tras obtener la absolución. Estiré los brazos al cielo, sintiendo el golpeteo
de la sangre en mi pecho. Lo había encontrado.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER