Los años pasaron inconsecuentes a lo pensado en un inicio,
quizás los mismos cimientos estaban mal hechos; era como construir entonces,
sobre pilares de arena y despacio, se fueron formando grietas dolorosas de
ausencia y lejanía. De pronto, ya no contaba días, sino décadas. Ya no contaba
lágrimas, sino océanos.
El tiempo era cruel, regalándome olvido durante periodos largos,
para después traerlo de golpe cuando más feliz estaba y así, mantenerme sumida
en la espera de una coincidencia que nunca llegaba, expandiendo al mundo a un
universo tan grande que volvía imposible volver a vernos.
Fui gastando mi juventud en la añoranza paupérrima de pensar
que tal vez, al doblar la esquina estaría esperándome como antes solía hacer,
de creer que la voluntad de desaparecer era menos fuerte que la de regresar a
la escasa felicidad compartida. Más de alguna noche, me dormí entre súplicas
cargadas de desesperanza por parar el dolor. Más de alguna noche, soñé con él,
desvaneciéndome a la mínima expresión que un corazón podría ser capaz de
soportar. De repente, redescubría el amor y la lujuria en el amparo de sus
brazos, y amanecía llorando al no poder seguir por la eternidad habitando en un
sueño. Respirar dolía. Vivir dolía.
Se fueron extinguiendo peligrosos los veinte, mientras los
treinta bamboleaban una mano al final del pasillo, para burlarse de mí por
permanecer atada a un amor nacido en los quince. Tomé conciencia recién del tránsito fugaz de
media vida marcada por él.
Ya no recuerdo su voz, pero el sentimiento que me causaba
esconderme en su abrazo, sigue latente, como si lo hubiera hecho esta mañana, y
me quedo estacionada en el suspenso dilatado de aferrarme a su
calidez y ser feliz, hasta que por supuesto, caigo en cuenta, de que, al llegar
a casa, no habrá nadie.
Siempre hubo un vínculo malicioso uniéndonos desde la
primera mirada; nos conocíamos tan bien, hasta el punto de adivinarnos los
pensamientos. Era cosa diaria, tan profunda y sin necesidad de verle los ojos
para conocer el porqué de cada pálpito de su corazón. Venía en sueños a besarme
la frente cuando tenía miedo o su voz vagaba vehemente en mi cabeza cuando la
angustia azotaba. “Delilah, no llores” …
En secreto anhelaba camuflarme en sus rincones y amalgamar
mi deseo con el suyo. En secreto, lo amé hasta la locura y siento, sin embargo,
que ese amor, no ha muerto del todo. En secreto, diseñé una vida a su lado que
se desdibujó en la espera taciturna del “momento ideal”. Tarde entendí que, por
esperar, se me fue la juventud y con ella, su figura a lo lejos. Hice todo lo
planeado, sin permitirme la licencia de cometer algún error; salirse de la
línea, no era opción, debía ser todo perfecto, a los tiempos precisos para
invocar a una puta casualidad, a un cruce forzoso de caminos, insistir tanto
que aquel que controla el destino, se aburriera y nos dejara de una vez, descubrirnos.
De nada sirvió.
Le pedí al viento un último favor “llévale mi mensaje esta
vez” y una brisa cargada de pétalos rosados acarició mi pelo “dile que la
espera se acaba dentro de dos semanas. Si no aparece en ese tiempo, que no lo
haga en esta reencarnación ni en las próximas cien.”
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER