El mejor momento de mi vida podría definirlo como: indeciso,
porque ocupa tantos lugares al mismo tiempo que se vuelve casi insostenible la
tentación de separarlo en capítulos o segmentos pigmentados con la fanfarria de
elegir al mejor, relegando al resto a la vulgaridad de lo común, cuando, si se lo
piensa con la mente fría y la sangre alborotada por la hipotermia que produce
la escarcha matutina, cada instante es maravilloso por naturaleza.
El mejor momento
de mi vida fue cuando aún no tenía conciencia propia, cuando todos los
recuerdos que juro tener, resultan ser habladurías que suelen escucharse en las
reuniones familiares, luego de un par de copas de vino añejo sobre la mesa y
algunos más derramados en el mantel, desdibujando la realidad en la que
aseguramos vivir, cuando, en verdad, estamos sumidos en una abstracción infantil
ineludible, viendo felicidad donde sea que los ojos decidan posar su foco,
riendo de todos los gestos que una cara puede formar.
El mejor momento
de mi vida podría ser cuando decidí no volver a tomar decisiones sobre asuntos
terrenales como: Qué me pondré mañana o qué cocinaré para el martes quince de
julio de veinte años en el futuro o cómo titularé esto. Simplemente hacerle
caso a las fantasías o a los primeros instintos que se atrevan a surcar por una
mente falta de cabales cuerdos donde alojar. Solo decidir cuando el día amanece
nublado si tendré el valor de pasear por el patio en cuerdos o cubierta con
todo rastro de indumentaria presente en casa.
El mejor momento
de mi vida fue cuando experimenté la alegría de un amor maltrecho, porque me
enseñó a ver la belleza que se oculta tras las lágrimas teñidas de lápiz
delineador, la acidez de un adiós meloso luego de digerirlo tiempo antes de
tener que decirlo en serio.
El insomnio
producido cuando una persona te consume tanto que hasta se apodera de tus
sueños, rezos, lo oscuro del pensamiento y dolores que no son dolores, sino
cosquillas punzantes que corroen la carne hasta encontrar hueso y grabar ahí
con agua el nombre, las futuras fechas que serán malditas para el resto de la
vida, o hasta que la memoria siga funcionando. Lo importante que es tener cerca
un trozo de papel y un lápiz que escriba para desquitar en ellos lo que se
carga en la conciencia y en el espíritu por el tiempo inmemorial.
El mejor momento
de mí vida fue cuando de la nada apareció, uno tras otro, los romances, cuando
moría uno y una herida comenzaba a gestarse, de quién menos pensaba salía un
cariño mutante con ánimos de convertirse en tragedia medieval.
Moría ese y la
lista corría hasta que no quedó nadie a quien llamar “amor”, salvo por uno que
sí fue el amor hecho persona, que pese a todo se mantuvo relegado al papel del
“mejor amigo” por muchos años, pasando su historia desde el enemigo mortal,
mejor amigo, el amor más grande, enemigo mortal, mejor amigo otra vez. ¿Ha
caído en un círculo vicioso? ¿Volverá a transformarse en enamorado, el mejor
amigo de una mujer con mentalidad de infante frustrada? …..
El mejor momento
de mi vida fue cuando vi al mar agitarse furioso y bravo porque le estaban
robando un caracol escarlata y sus golpes rozaban mi rostro con caricias grisáceas
y la corona de sal era depositada en mis sienes y los grilletes de algas que
formaban parte de una caravana funeraria para los náufragos perdidos
contemplando el horizonte, me encarcelaron. La bruma se levantaba escondiendo
los pasos incautos que regalaban los que pisaban las riveras enlutadas, aquella
tarde de Julio condenado a viciar de Septiembre, mientras los peces jugaban a
teñir el mar con sus lomos metalizados traslúcidos entre el manto grueso de
agua turbia de rencor y delicada de melancolía por la falta de su hijo querido.
Lloraba, el pobre la ausencia del caracol, pero lloraba en realidad, porque no
podía encontrar el mejor momento de su vida.
Habría de estar
ahí por todo el tiempo que ya había estado y nueve mil veces más, sin que nadie
le preguntase por qué la soledad, cuando su única distracción era acoger las
lagrimas de la lluvia y los abrazos de los amantes entre la espuma rabiosa de
sus labios salados.
El mejor momento
de mi vida fue uno que todavía no puedo vivir….
El mejor momento
de mi vida fue cuando aprendía a reconocer por la letra una canción con olor a
naftalina los acontecimientos de mi existencia, los pasados y los que ahora vivo,
cuando cada corchea se transfiguraba formando números de días que no habré de
olvidar a la primera casualidad que ose amenazar a mi cordura. Distinguir entre
un soneto la amnistía de la inmortalidad musicalizada y llevada a la gloria
entre gritos placenteros en acompañamiento de un piano descalabrado, lleno de
polvo tras no ser tocado por miedo a corromper su majestuosidad en progreso, en
peligro de extinción y reservado a los dedos cianóticos de un pianista borracho
de amores vagos, tristes y muchas veces torpes…
El mejor día de mi
vida fue cuando vi en el espejo la imagen de una mujer que aparentaba ser yo
sin serlo, tratando de acercarse a la perfección petrificada en un labial rojo
italiano con destellos de ilusiones de conseguir un beso de otros labios distantes,
pero de ella, aunque lejanos todavía, ya conocidos, probados, robados,
inalcanzables, pero a la mano. Cuando esa mujer elevó al cielo un par de
oraciones sin pedir nada, solo para agradecer todo lo que ya se le era
concedido por beneficencia suprema o favoritismo demoniaco, lo que fuera, lo
agradecía. Sin embargo, no era yo, porque aún no vivía lo suficiente como para
aceptar que la perfección era un espejismo sediento de inseguridades úfanas y
vanagloriadas de un ego monumental proliferado tras una sequía de autoestima
continua. Ahí todavía no era feliz.
El mejor momento
de mi vida fue cuando levanté la vista y encaré a la luna por no alumbrar en el
momento en que sus brazos recorrían la aduana de mi cintura juvenil buscando el
asilo territorial de un país que no le pertenecía. No alumbró, es cierto,
quizás porqué razones no lo hizo, aunque las estrellas formaban nuevas
constelaciones de mapas fronterizos de dos cuerpos vecinos aventurándose en la
locura de la invasión de mundos perdidos bajo la condena de vestiduras.
Cuando vi en el
éter dibujada una sonrisa de aprobación luego de diez mil toneladas de
reproches por esto y aquello y que al final y al cabo, eran una forma de
entablar conversación antes de que el letargo en el que Morfeo me mandó a
cumplir sentencia, arrebatara de mi boca la elocuencia explosiva de peleas
artificiales de agradecimiento.
El mejor momento
de mi vida fue cuando fui valiente para sacar la voz y gritar al viento las
verdades que deseaba escuchar tras años de mentiras llenas de perfidias que se
convertían en verdad que no era necesario afirmar, porque el destino se
encargaba de poner en el camino trozos de un cuadro imaginado en la cabeza,
justo antes de perder el control de los pensamientos de esa utopía que se
quiere idealizar en la cotidianidad de todos los días, de personas no conocidas
por nadie salvo uno mismo, Dios y el Diablo.
Lo grité, me salvé
del infierno liberando la carga de mi espíritu agonizante de descanso tras
pasar por la terapia del: no volveré a hacerlo, a sabiendas de que no hay otra
salida que volver a cometer los mismos pecados una y otra vez hasta que se
encuentre otra forma de mentirse y no tener conocimiento.
El día más feliz
de mi vida fue cuando vi en un bosque de pinos oscurecidos por las brazas
ardientes del fuego voraz, el revoloteo sacrílego de los pájaros asfixiados por
el humo acarreando agua en sus alas,
tratando de sofocar la furia del poderoso elemento que no perdona nada entre
los pasos fulgurosos de esos izquierdazos al momento de tocar y preservar lo
que no es inmortal.
Cuando los gritos
desesperados de los animales me hizo pensar en lo afortunada que soy de
nacimiento al estar lejos de peligro alguno, segura entre los recovecos de mis
palabras desquiciadas, suplicantes de atención y de ser descubiertas por
alguien al que le importe perder el tiempo leyendo abstracciones bizarras de
una estudiante sin nada mejor que hacer escribir y quebrarse la cabeza buscando
el mejor momento de su vida.
El mejor momento
de mi vida fue cuando… conocí la vida, y no estoy hablando de cuando naces y
ves la luz, no nada de eso, sino de cuando conoces el significado, cuando dejas
de preguntar “por qué a mí” frente a
alguna tragedia, cuando ya puedes afrontarla con la madurez necesaria para
dejar pasar las cosas, o con la inocencia enloquecedora al no tomar en cuenta
nada de lo que aquí se ha dicho.
El mejor momento
de mi vida, definitivamente, todavía no llega.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
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