Estoy en la
terraza viendo el mar. Es un día hermoso. No corre viento y está nublado. Hay
gente caminado en los roqueros y me hablan las olas contándome sus pesares y
amoríos con el cielo; siento pena por ella y por mi…Las dos estamos solas.
Hay una canción
melancólica recordándome que sigo aquí y que debo escribir, dejar fluir mis
pensamientos para terminar el libro ya.
Al fondo, en el
horizonte van volando las gaviotas a dúo y los alcatraces alimentan a sus crías
con peces mutilados mientras las olas se precipitan a espantarlos para
llevárselos con ellas y transformarlos en sus hijos putativos.
Creo que la
soledad es el mejor vestido que puedo traer puesto, adornado con el humo de
ilusiones corrosivas y una corona de caracoles añejados en las piedras.
Los rayos de sol
clavan en mi piel tostada como agujas envenenadas de ira y rencor, desquitándose
conmigo y yo con ellos por ser ingenuos y tenaces.
Hay un par de
pantuflas cerca de mi silla señalando los pasos por dar hacia mi propia vida.
(…) No busco
compañía, todo lo contrario, quiero agonía, quiero dolor, fatiga y hambruna
para sentirme mejor, para saber que existe la felicidad y la abundancia en el
interior (…)
Mis pies están
helados remedándole a mis brazos que desfallecen de calor. Se escucha la “Unchained
melody” de fondo, pero, en verdad escucho el aguacero de las pulsaciones de la
voz que escribe para no volverse loca entre los acordes acorazados, listos para
la batalla naval de mi cabeza.
Sentí sed y fui
por agua. Aproveché de cambiarme el sombrero porque ya no me sentía cómoda con
el que traía.
Ahora hay tres
colores en el límite cielo-océano. El celeste pastel de los días de verano al
lado de las olas, un azul índigo delgado en el medio, como una línea de destacador
que es ancha en la izquierda y se esfuma conforme se desplaza, separándolos y
remarcándoles que no se pueden unir porque no fueron hechos para estar juntos y
luego viene el azul petróleo del mar calmo que extraña su espuma.
No le he
prestado atención a las canciones y ruge el agua, gritándole a Dios en la cara
por un poco de amnistía para ser feliz otra vez.
La gente se
marcha y volvemos a quedar solos los roqueros, el mar, el cielo, la línea azul y
yo, como debería ser.
Sigo enamorada
de un recuerdo y duele, duele mucho, porque lo quiero a mi lado, besarlo y con
eso, se lleve mi suplicio.
Mi mano siente
el sendero de la sangre por el cuello y corre una lágrima invisible por mi
rostro. La solapa del sombrero no deja que el lápiz llene de aclamaciones tus
páginas, diario, y lo odio por eso.
En mi mesa hay:
Una canasta de pan vieja, una madeja de lana, una alcancía, una manta, un
celular, un encendedor, una caja con cigarros, otro lápiz y el notebook y un
par de lentes oscuros. Nada me sirve ahora.
Parece que Dios
escuchó al mar porque ha desaparecido la franja que los separa, las nubes se
alejan con rumbo al oriente y se callaron sus llantos…La ha escuchado ¿Lo hará
conmigo?
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
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