Sigo en letargo atiborrada de cansancio que acumulaba en mi
espalda, transformándose en dolor punzante que adormece mis ganas y anestesia a
la voluntad de sequien en pie un par de horas más.
Quería ver el primer albor del 30 de mayo, pero fallé antes,
concibiendo quimeras insólitas que atemorizan mi vida y la llenan de preguntas
inquisidoras de respuestas que no les puedo dar.
Cerré los ojos, recité una plegaria que salvará a mi
espíritu de llegar a conocer a Hades, acaricié el recuerdo insalubre que deja
una canción en los oídos y que me hace pensar en él. Ya no tuve conciencia de
mis actos, porque el sueño tomaba parte de mis decisiones, acercándome a lo
onírico y haciéndome vulnerable ante el poder de mi cabeza trastornada con un
nombre y un apellido.
Ardía todo alrededor de mis pies, pero las flores del
narciso se mantenían inocuas, llenas de rocío petrificado y desplegando
tonalidades desde el negro al azul, pasando por el rojo, el cobre y el
amarrillo centellante de luz, los árboles carbonizados desprendían su sombra de
antiguos fantasmas, chillando al caer a tierra y levantando polvaredas de
historias muertas en sus raíces secas por el calor asfixiante del otoño
incendiado.
No había nadie en el alcance de mis ojos, solo destrucción y
danzas de llamas frías al contacto, pero sedientas de inflamación corpórea.
El sonido de los pájaros se hacía sentir a la distancia,
ahuyentados por algo que los perseguía desde las copas imaginarias de los árboles
quemados. Desaparecieron y retornó el silencio entre el explotar mortífero de
calderas hirviendo.
Había alguien tras de mí, que respiraba de mi olor y subía
una mano por mi brazo, supe que era él poseído por una clase de maldición
mediada por las ondinas calcinadas de un bosque en descomposición.
Tomó mis manos y con el trinar de los dedos compuso una
sinfonía de ramas caídas. Los narcisos recogieron sus raíces alentados por los
mandatos de mi señor, estirándolas y tocando acordes de violines para que
pudiéramos bailar.
El quejido pesadumbroso del follaje se convirtió en las
palabras del deseo y mis ojos reflejaban en los de él un miedo como ningún
otro.
Se alejó tomando distancia para comenzar a desenredar mi
vestido hilo por hilo, mientras yo giraba extaciada en risas y encanto para él
y por él.
Mis cabellos oscuros se trasformaron en el único ropaje que protegía mis secretos de la vista del mundo exterior,
prometiendo enigmas a quien se atreviese a contestarlos o la muerte para quien
se equivocase en responder a las preguntas inexistentes que circundaban
traviesas agitando mi tacto y palpitar esquivo.
Del piso, las cenizas tejían vestiduras cálidas para contrarrestar
el soplido gélido del tiempo paralizado
y él se acercaba temblando, mirándome fijo y dirigiendo la orquesta arbórea
que continuaba tocando para nosotros.
Salieron las estrellas y la luna saludó con su resplandor
añejo y polvo ancestral con el que retorna
todo a la vida y se extinguen las hogueras interminables de oxígeno, fuego y
cal.
Un colchón de hojas cubrió bajo y nos recostamos abrazados, dándole
cabida al jugueteo de manos inexpertas que buscaban expandir las fronteras de
dos reinos distantes y convertirlas en imperio todopoderoso por una noche.
La intemperie regalaba el llanto de las nubes que bajaba por
mi cintura y desembocaba en sus labios; los rayos estridentes acallaban los
gemidos que comenzaban en el sexo y terminaban en la garganta con murmullos
guturales de placer absoluto.
La fusión de los cuerpos hacía imposible reconocer los
limites naturales de cada cual y las convulsiones frenéticas sacudían la tierra
haciéndola despertar del sueño centenario.
Sus dedos recorrieron el contorno d mi silueta excitando los
sentidos hasta la culmine total y desgarrando a mis palabras que salían con
fuerza tratando de librarme de la cárcel del deseo a la que había sucumbido.
Desperté borrando todo lo que mi cabeza imaginó, queriendo
volver a soñar con ese que causa mis pecados y que satisfizo a mi espíritu cuando
el amanecer estaba próximo.
Cerré los ojos y sentí sus manos tomando las mías, pero ya
no estaba… se me había vuelto a escapar.
ESCRITO POR FRANCISCA KITTSTEINER
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