miércoles, 13 de abril de 2016

HIJA DE POSEIDÓN

Se acobardaron las olas con el lamento de mi voz. Sienten miedo de mi llanto y que las pueda ahogar en desespero. Retroceden. Se van. Desaparecen… igual que él.

La brisa viene a secar mis lágrimas como consuelo bravío en momentos de miseria susurrando entre silencios la venida inminente del sol, los deshielos de la piel cuando su recuerdo sea enterrado y la somnolencia provocada por el cansancio de tanto llorar.  Dibujan escenarios maravillosos con la arena en suspensión, bailes destinados para dos a media luna y sus brazos volviendo a cobijar mi estupor.
Me cuentan sobre lo que han visto los mares, los secretos que guardan y la muerte que siempre ha de rondar. Secan el rastro de sudor de la frente, erizándome el cuerpo cuando uno que otro pensamiento vagamente erotizado se cruza por mi cabeza.

Las sirenas se asoman en los roqueros, aprovechando el retroceso de las olas, pidiéndome regresar a casa con ellas, tras tantos años lejos por seguir una sombra de romance infecundo por cuanto camino se me puso en frente. Sin embargo, en ese mismo camino, fue donde perdí mis propios pasos luego de ver el resplandor de unos ojos majestuosamente inocentes ¿Cómo regresar a casa sin esos candiles para guiarme en la oscuridad? ¿Quién los verá ahora?
“Vuelve a casa” me dicen ellas. 
“Vuelve a casa” le pido yo.

De pronto,  a lo lejos, muy lejos, se abre un claro de luz, transparentando las profundidades del mar y las visiones de paz ceremoniosa, de cánticos eternos con finales felices, se apoderan de mí como si de un hechizo se tratase.
Hay tanta belleza. El azul es tan difícil.
Hay algo en el vaivén taciturno del agua que engatuza a los sentidos y los hipnotiza a perder voluntad, pero qué hacer cuando la voluntad se perdió con otro.

Los años y las continuas intermitencias de su figura por estos lados han hecho más estragos de los que son menester asumir, como cuando se levantan marejadas y azotan a las rocas dejando caos donde decida desvanecerse la mirada. Ahora entiendo el daño provocado al mar tras la fuga sin aviso de los cientos de almas condenadas a su adoración.
Hay ausencia entre los dos. Hay suspensos entre los dos.

Esa seducción que emana de lo conocido, la necesidad de volver al hogar, la sapiencia de las equivocaciones en la vida y el lugar al que hemos llegado… ¿Cuándo el amor se transformó en indiferencia?  ¿Pensará aún en mí?

En el horizonte comienzan a parecer caravanas de lo que pudo haber sido y me siento tentada en ir a alcanzarlas, tragarme el orgullo, cerrar los ojos y dar, por una vez, un paso en falso hacia lo desconocido, dejarme conducir por las corrientes del océano hasta donde me enraícen y desde ahí empezar de cero, reescribir esta historia poniéndole su nombre por título.
El anhelo desgarrador de querer volver el tiempo atrás sabiendo que en la vida se podrá tener, pese a que, de vez en cuando, cuando los planetas confluyen y el mar alcanza a rozar el sol, se desdobla, haciéndose circular y entrega la posibilidad de vivir todo de nuevo. La cuestión es cuándo, porque se me hace difícil respirar estando apartada de la razón que pudo quitarme el aliento, así como la indumentaria, así como las ganas de querer dormir por otra causa que no sea el cansancio. ¿¡Por qué su recuerdo viene cargado con tanta lujuria!? ¿Por qué quiero lanzarme al mar?

Las sirenas vuelven a aparecer, me extienden las manos y me hacen señas. Me muestran todo lo que puedo tener si las acompaño, pero en ningún lugar veo sus ojos. La cantidad de años que no los he vuelto a ver, quizás aún más que la cantidad en que su memoria vino a quitarme el descanso, es la misma que llevo sin pisar el almizcle formado en el agua cuando se calma la agitación de la superficie.
“Vuelve a casa” me piden ellas.
“Vuelve a casa” le pido yo.
De pronto un burbujeo exuberante se apodera de las olas. Ya no me temen. Es como si algo todavía peor las obligara a hacerme languidecer ante las peticiones de las sirenas.  Gritan desaforadas, golpean con furia todo lo que se cruce en su camino. Llegan a mis pies aprisionándome en la escapatoria, deteniéndome absorta cuando la figura de carruajes tirados por tiburones incide en la escena, tomándome por la cintura y llevándome al fondo.
“Él está en casa” susurran los vientos.
“Yo no puedo volver”.


 ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER

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