Había nieve cayendo. Una capa blanca cubriendo la inmensidad
del espacio. El hálito detenido en un instante para dibujar en él corazones
porque sí. El día se consumía despacio, desvaneciéndose lento entre las marismas
saliendo de las calderas expuestas al frio. Era otro día más. Era un día sin el
desvarío de la incertidumbre. Quizás la misma nieve traía vaticino de cambio:
una profecía cumpliéndose delante de mis ojos. No pensé verte.
Ese día desperté con el ímpetu del mar golpeando en el pecho
y con la misma serenidad que cuando la
luna desaparece, feliz sin necesidad, por primera vez sin tormentas… como hace
tantos años atrás no lo hacía e incluso así, no pensé en ti.
Jugué mis mejores cartas en un duelo donde la vida era el premio,
y gané. Victoriosa, con glorias, honores y la rendición de mis enemigos
postrándose a mis pies. Así se vaticinaba el futuro. Pero tú, jamás cruzaste en
mi pensamiento.
Todo indicaba un cambio en el paradigma: la tranquilidad, la
nieve cayendo tan cerca del mar, las victorias sin perder ni municiones. Debí
darme cuenta. Sin embargo, se duermen los instintos en la postergación de sus
afanes. Aburridos de ser ignorados, se largaron sin avisar, he ahí la razón de
la ausencia del sobresalto.
En un dos por tes aparecieron planes para pasar la tarde y, aun
así, nunca pensé en ti, hasta que mis pies estuvieron frente a frente a los
tuyos, después de que abrieras la puerta. Cuántas veces crucé el umbral
esperanzada en, por último, oír tu voz a través de las paredes colándose entre
las rendijas y solo obtuve silencio, vacío y soledad.
Ahí estabas.
¡Cuántas veces no
esperé este momento! ¡Cuánto tiempo perdido frente a un espejo, afinando hasta
el más mínimo detalle, antes de emprender rumbo a esa puerta, por si la suerte
era bondadosa! Y ahora, sin dormir durante días, despeinada, con el mal humor
secundario al cansancio, saliendo literalmente de un diluvio provista solo con
un disfraz de hospital, el destino quiso cumplir con mis afanes, casi al borde
de la extinción por el olvido a la fuerza.
Sin tiempo de reacción. Sin un plan cuidadosamente
estudiado. Sin el respaldo de las amigas ni la valentía del alcohol. Yo. Sola.
El desastre hecho mujer frente al hombre causante de pesares repetitivos,
conversaciones extensas con Dios y el continuo reproche de haber sido ciega,
sorda y muda cuando más alerta tuve que estar. Él y yo detenidos en el zaguán.
Él y yo, juntos en un saludo.
No puedo decir que se paralizó mi respiración o que se
alteró el cantico del corazón o que los nervios no me permitieron emitir
sonido, porque fue saludar a un desconocido… ¡Qué más se puede esperar después
del correr de los años! Él cambió. Yo cambié. El mundo no dejó de girar ni de aparecer
las arrugas. El calendario cobró venganza después de gastarlo a conciencia
cuando todavía nos queríamos, que ahora nos despojó de la habitualidad.
Frases protocolares, cruce de miradas estrictamente
necesarias, ni más ni menos… ni más ni menos… después de tanto.
Había dejado de nevar. Era hora de que apareciera el frío
glaciar que congela los dedos con dolor. La noche era profunda, sin ni un
rastro de nubes amenazando con tormentas.
Dormí con una sonrisa en mis labios y tu perfume impregnado
en el cuello.
Dormí pensando que todo podría volver a ser maravilloso.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
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