Había salido a
caminar después de salir del trabajo y la noche estaba particularmente propicia
para engendrar melancolía. Los vientos que destruyeron techumbres ahora eran
remansos suspirosos meciéndome el cabello y tras tanta lluvia se abrió el cielo
limpio, brillante en exuberancia sobre todo al reflejarse en el bamboleo de las
aguas. El frío era un detalle. Con las manos en los bolsillos y el abrigo
abotonado era invencible ante la inclemencia.
Cinco luces
aparecieron bordando el horizonte como si alumbrasen el punto donde se cae al
vacío. Eran los buques zarpando de nuevo.
No me gusta la
tranquilidad del mar. Sigiloso, asechando, recogiéndose en sus adentros. No es
fecha para mareas como esta.
Regresé a casa
por inercia, ya era muy tarde para andar vagando sola y después del temporal,
los alumbrados dejaron de funcionar bien. Están las mismas cinco luces
estacionadas en el mismo lugar, pero dos se acercaron hasta fundirse en una.
“Nosotros” Pensé.
Puedo recitar
de memoria el número exacto de filos que tienen las rocas y en cuáles se
esconden las sirenas. Hay veces en que en la laguna de en frente, una que otra
queda atrapada, muere y se convierte en espuma incólume.
-
¡Levántate
de una vez! – Le grité al aire un poco más allá de la histeria. De verdad no me
gusta su parsimonia.
Prendí un
cigarro como todos los días en la noche, se había vuelto un hábito aunque
variante según los ánimos. El humo se escapaba en el momento en que dejaba mi
boca, estaba y ya no, no daba tiempo para ver el fututo en los arabescos
bailarines en la nada.
Nunca había
visto el cielo tan reverberante y nadie creería que la noche anterior de estaba
desbarrancando el mundo por la rivera de los miedos. Tanto ruido. Tanto caos.
Tanta oscuridad.
Me quedé un par
de horas ahí quieta, ajena al pasar de los minutos, embelesada en pensamientos
absurdos sobre futuros inventados y tan improbables como la asunción en vida
(no hay que perder la fe), mientras que en un descuido, me secuestraron la cordura al
ver caminar entre las rocas un recuerdo añejo parecido al que me rompió el
corazón, abriéndose paso entre las arremetidas incontables del mar en la
concavidades de los roqueros.
Caminaba
directo a mí, mirando fijo con sus ojos cargados de sulfuro al expeler el
rencor acumulado por tantos años buscando venganza. Aún no entiendo porqué
nunca habló.
Imponente,
perversamente hermoso e inmune a la senectud, se acercaba peligroso, haciendo
que un escalofrío delicioso y tenebroso se arremolinara en mi espalda. Era la
misma sensación que tuve la última vez que nos encontramos en una casualidad.
La figura de
pasos firmes hacía retumbar su avance en la tierra, aplastando lo que
encontrara bajo sus pies, seguramente también quiera aplastar mi cuello para
satisfacer sus ganas de cobrar con dolor su dolor, pero no, porque de ser así,
llegaría despacio y en paz, desatando pudores y ansiedades inconclusas,
despampanante como un príncipe encantador de sonrisa enceguecedora, curador de
las heridas perpetuas y las cicatrices deformadas por las mañas del tiempo y
cuando haya reconstruido la historia , desgarraría mis carnes, abriéndome las
suturas para devastarme por completo.
Sí, haría eso, por lo menos yo lo haría.
Una muerte agónica y postergada en un suspenso. Las cosas se pagan en
esta vida. Yo ya pagué mi deuda con él
al exponerme en el estado más vulnerable
cuando, entre risas, se confiesan pesares para que luego, le tirara a los
perros lo que dejó de mí: Un cuerpo descorazonado, lleno de llagas y reservado
para sus manos… Manos sin conocer.
Casi lo siento
respirándome en el cuello, insinuando el cumplimiento de la consumación echada
en falta, me cuenta entre besos que no alcanzan a tocarme la piel, acerca de la necesidad de desnudez desafiando a los cabales, aunque regocijando al instinto
por apaciguarse profundo en el placer.
Si con sólo
tomarme de la mano, paralizaba mi respiración, no imagino lo que hubiera hecho
al aventurarse al misterio de un cuerpo sin experiencia…
“Ven – Me dice
malicioso. – Ven. Esta es la fuga en réquiem para los amantes. Ven.”
Bajé las
escaleras de la terraza hipnotizada por los candiles escarlata que alumbraban
la incertidumbre, mientras me quitaba la indumentaria conforme me acercaba a
él. El frío continuaba siendo un detalle.
El agua
empezaba a lamerme los pies cuando los fogones enormes y el danzar de las
brujas en la arena, me trajeron de regreso a la realidad. Ese magnetismo incontrolable de lanzarme al
mar me agarró desprevenida y en dos segundos las olas reventaban arriba de mi
cabeza. Libertad al fin…
Ya no pisaba el
fondo. Eso nunca fue un problema, entre más hondo mejor.
Desde la orilla
escuchaba un murmullo tenue como un zumbido de abeja “Debe ser mi imaginación.”
Pensé. Seguí otro poco más adentro. Estaba tan cerca de alcanzar las luces
detenidas en el horizonte. El murmullo continuaba, pero no tenía voluntad de
prestarle atención. “Al carajo con el ruido” Volví a pensar y no sé si fue en
voz alta.
Debutaron las
marejadas en la escena ¡Ah pero qué tanto! Hay que saber leer sus cambios para
estar a salvo. Se intensificaba el
murmullo, pero porqué si estaba yéndome más cerca de la perdición que de la
familiaridad de una vida a medio vivir. Pasaron las sirenas jugando con las
algas flotantes, agitando los brazos en el aire, llamándome para conversar.
Trenzaron mi pelo con las algas y me regalaron una corona de coral rosa.
“Acompáñanos hija de Poseidón, la tregua es cumplida. Alégrate.” Cerré los ojos, agradecida por el término de
la guerra invisible entre las fuerzas comandadas por el destino quisquilloso. “Cierra
los ojos – Me dijeron. – nosotras te llevamos a casa. Ya anduviste demasiado.”
El murmullo no
se oía, las olas se apaciguaron y la noche se hizo cálida. En alta mar aparece
la calma. No lo iba a saber yo. Dormí.
Calor de fuego
me despertó. Estaba tirada en cueros al lado de los fogones, ya las brujas se
habían marchado y de las sirenas ni rastros. Regresaron los ojos escarlata
vigilantes desde la negrura de los despeñaderos.
-
Mírame.
Despierta. – Estaba a sólo unos pasos. –
Mírame.
-
¿Qué
quieres? – Pregunté todavía estando acostada en la arena. - ¿Por qué no te has
ido?
-
¿No
me oíste llamando?
-
Nunca
llamaste. Era un recuerdo hablando antes de morir. ¿Qué quieres? – Ya estaba de
pie, con la piel dorándose a las brazas.
-
Quiero
volver el tiempo circular. Regresar a las profundidades. Pagar la deuda.
-
Está
hecho.
-
Vuelve
a casa. Libertad por libertad.
-
Ya
no nos volveremos a ver, estás consiente ¿Verdad?
-
Aún
no entiendo qué es lo que tiene él que te retiene aquí.
-
Lo
mismo que a ti no te dejaba regresar al mar: Una deuda. Hasta la próxima vida,
viejo amigo.
-
Hasta
el siguiente amanecer. – Sus ojos sulfurosos se extinguieron como el fuego
muerto por el rocío. Ya no lo vi.
Se acabó. Hubo
silencio en el mundo y en mi cabeza enmudecieron los demonios. Tenía que
emprender marcha porque estaba próxima la venida del amanecer, quedando
oscuridad por liberarse todavía y era la última oportunidad del destino de
doblegarme. ¿Por qué siempre es más
oscuro antes del albor?
El agua dejó de
serme familiar, como si la sal me resquebrajara la piel, me dio miedo la
marejada y de un momento a otro, los cánticos de las sirenas se apagaron al
fundirse con la amnesia del exilio. Sentí el cansancio en las piernas camuflado
con el hormigueo de un millón de agujas clavándose en cada paso. No sé en qué
momento me metí en la cama.
Al siguiente
día se confundieron los límites de lo pasado con un sueño sobresaltado y
preferí dejarlo como una quimera malparida antes de regresar a la locura al
buscarle un porqué a lo absurdo. Era más sano.
Café, avena,
diario con las noticias, audífonos puestos, abrigo y maquillaje. Se cerró la
puerta y en la calle estaban prendidas las luces del alumbrado.
Siete cuadras
caminadas y ninguna vez me tentó el horizonte para mirarlo. El Kráken había hablado
con él, le contó de nuestros saldos cumplidos, de que por celoso me siguió a
tierra cortándome las aletas y yo por despecho le arranqué las branquias, así
ninguno podría pisar terreno conocido hasta habernos perdonado. Ni él debió
amarme, ni yo seguirle la corriente, porque en una de mis huidas con las
sirenas, conocí a la perdición que me hizo enraizarme en la lejanía: El hombre de ojos oscuros.
Nueve cuadras.
Él en frente y yo mirando la magnificencia de esos ojos ébano profundo. Él sonríe y entiendo que valió la pena la renuncia.
Su plan
resultó, su invocación resultó y después de tantos intentos fallidos por
encontrarme en esta encrucijada, yo había respondido a su llamado. Era hora de
hablar de negocios, exigirle la devolución de mi corazón y ponerle precio a su
alma.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
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