martes, 15 de noviembre de 2016

SEXO




Fue la consumación merecida de lo único que nos restaba por hacer y  el motivo perfecto para dejarse caer en las redes carceleras de la oscuridad, siempre cómplice de lo prohibido, siempre presente en los afanes silenciados por la decencia y los apartados  de la incertidumbre, pero eso combinado con la exasperación que se crea tras una noche de bohemia, cantidades industriales de alcohol, las ganas incontenibles de probar bocado de lo que no se conoce, genera el caos y el caos llama a aventurarse, a  ser valiente y apostar todo con tal de entrar en el juego.

Era el nacimiento de la tormenta perfecta, la prueba final para ponerle broche de oro a tantos años de coqueteos fugaces condenados a la muerte prematura por temor al escrutinio de lo correcto y lo que no.


Era menester acabar de una vez y para siempre con las incógnitas alimentadas por los tapujos de la decencia y el tic tac del reloj avisando la fuga de la vida sin vivirla, asi que  al estar solos, ya no habían ataduras apareciendo la liberación de los instintos hibernales bajo la aprobación cómplice del fulgor de la estrellas.

Un giro exquisito entre la agonía y el renacimiento. 

Fue la muerte, la resurrección y el pecado condensados en uno, amalgamados con los besos que desfilaban cuello abajo siguiendo la huella de las gotas de sudor en caída libre hacia el vacío de piel ajena, que terminó fundiéndose de a poco con la geografía de mi cuerpo tembloroso y como nunca antes, asustado.

Y si de algo estoy segura, fue del cambio drástico en la historia. Ya no hay vuelta atrás, porque en unos brazos conocí el pecado y el pecado resultó ser la divinidad misma aunque esto me condene todavía más por blasfema.

Pudo ser la consumación perfecta si tus ojos no se hubieran aparecido en mi cabeza censurándome la absolución del albedrío. 
Debiste haber estado conmigo esa noche, observando inquisidor el siguiente paso que daría  o si era capaz de lanzarme al vacío sin mirar. Debieron haber sido tus manos las que desnudaron sin piedad mi castidad, quizás el deseo sería diferente, quizás las noches tendrían sabor a ti, quizás nada habría cambado por tu perpetua, aunque disfrazada caballerosidad conmigo. 

Había visto la perversión en tu mirada más de una vez y no sé si tú viste la mía. 

Debieron ser tus besos los que despertaran reacciones exquisitas donde fuera que decidieran reposar. ¿¡ Por qué nunca me robaste un beso, pero si te atreviste a robarme el corazón, despiadado!? ¡Ni un puto beso!  Y ahora tienes el descaro de culparme por todo, por tu indecisión, tu cobardía, tu seguridad absoluta frente a mis afanes. ¡Ni un puto beso y te atreves a escudriñarme!

Odio recordar todo esto en estas fechas, porque siento una carga todavía más pesada en los hombros al saber de tu existencia tan alejada de la mía por morir en envidia de lo que no pudiste tener. Siempre contigo y nunca para ti. ¡Maldito!  No sé cómo terminé poniéndote en esto…Otra vez. Maldito de nuevo. 


ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER 

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