jueves, 27 de octubre de 2016

DE CUANDO LA PRIMERA VEZ



Habían vuelto de ir por el café de la tarde, era marzo y no se acordaba de la excusa dicha por él para quedarse un rato más. 
Ella tenía que avanzar en un trabajo para el día siguiente y a él no le importaba quedar ausente de sus preocupaciones hasta que terminara.
-   ¿Falta mucho? – Preguntó observando desde el sofá el improvisado escritorio empotrado en la pared.
-    No, sólo traducir el resumen a inglés y c’est fini. – Dijo sin dejar de teclear.
-    Dos segundos entonces. – Rió.

En silencio se incorporó mirándola fijo como quien asecha a una presa sin saber si disparar o dejarla vivir, avanzando mientras inhalaba profundo, acercándose por la espalda para dejarle un beso en el cuello.
Siempre coqueteaba así y siempre con el mismo nudo en el estómago recordándole la posibilidad del fracaso.
Paró de escribir porque un escalofrío la recorrió entera. Vista al frente, espalda erguida, “piensa mujer, piensa”, dedos quietos, una vida en un segundo y la reacción automática de guardar el archivo y exhalar cerrando los ojos. Había sucumbido al cólera.

Tras años de cada uno por su lado, pero juntándose en el medio, ni chicha ni limonada, ni fú ni fá pero sumamente sin embargo y millones de estupideces sin sentido, ella se había hartado de los coqueteos, de las excusas para aparecerse en su casa o del café a media tarde.
Se levantó lentamente de la silla con toda la elegancia que ofrecían sus galardones en cada movimiento, para apoyarse en la mesa del escritorio. Le sonrío estirando un brazo con rumbo a su cara sin decidir todavía si abofetearlo por insulso con todas sus fuerzas o acomodarle el mechón de pelo colgando cerca de la oreja.  Lo supo en el tacto. Lo miró con esos enormes ojos oscuros cargados de perversión en cada pestañeo mixturado con la translucencia de la candidez. Él también lo supo, nunca la había visto así, indescifrable, peligrosa y tentadora. Fue cuando entendió que no sabía nada.

-          ¿Sabes? – Dijo mientras se sacaba los lentes y los dejaba en la mesa. – Quiero resolver una duda. Déjame mirarte de cerca los ojos por un minuto. Tengo…
-          Ya empezaste con tus cosas raras.
-          Así me conociste y así me tienes que querer. – “Pero si yo te amo” Pensó él.
-          Bueno, haz lo que quieras.  – Abrió lo más que pudo sus parpados y cuando sintió esas manos siempre frías tocándole el rostro, fue hechizado.
Se desplegó el futuro. Dos opciones, no había más. O saciaba su instinto y el mundo sería hermoso o se contenía trayendo oscuridad, agonía y dolor por mucho tiempo.
Últimamente su instinto fallaba en constancia y las premoniciones se le presentaban difusas y llenas de bruma. Ya no habían profecías. Últimamente todo lo que suponía, terminaba al revés.
-          – Me duelen los ojos... ¿Ya puedo parpadear?
-        –   ¡Pero si nunca te dije que no parpadearas! – Ambos rieron hasta que les dolió la asfixia. Ella corrigió las lágrimas felices que se le escaparon y él la abrazó por la cintura.
-          – Ahora cuéntame qué viste.
-            Vi unos ojos maravillosamente hermosos. – Le apretó las mejillas. Se volvió inexpresiva, con miedo a equivocar la vía en la encrucijada puesta en frente sin aviso, languideció un poco, cayendo en trance unos segundos y sonrió luego como si nada hubiera pasado. – Vi unos ojos maravillosos.  – Silencio. – Vi tantas cosas y tan confusas que al final de cuentas, no vi nada.  – Lo abrazó porque necesitaba refugio y de una forma muy extraña, casi absurda, al escuchar el palpitar errante de aquel hombre, sus demonios dormían y había paz, nada más que paz.
-          – ¿Helena? Quiero resolver una duda. – Ella levantó la cabeza.
-        –   ¿Qué quieres?
-            La verdad. Te conozco lo suficiente como para darme cuenta que sabes perfectamente lo que viste y si no me quieres decir es porque es más malo que bueno. ¿Acaso moriré? – Puso cara de impresión exagerada para distender el ambiente cada vez más denso al profundizar en la conversación.
-            ¡No seas imbécil! No vas a morir. Déjame echar otro vistazo. – Él accedió permaneciendo estoico. – No, pero más de cerca, así veo mejor. Cerca. – Respiró tan hondo como pudo, elevando una súplica por amnistía o una pista por seguir, lo que fuera, antes de lanzarse al vacío. 

Su pulso se había convertido en un chirrido de lo rápido que golpeaba la sangre hirviendo de angustias en las paredes de las arterias y miles de voces comenzaron a sonar en su cabeza, cada una más gritona que la anterior y todas contradictorias entre sí. Sus diez mil reencarnaciones desfilaron en caravana. Cinco mil alentaban. Cinco mil pedían reconsideración. Nada servía. Estaba sola. 

-            ¿Helena? – Dijo estando a cinco centímetros de su nariz cuando comprendió que la había perdido otra vez. – ¿Helena? – Regresó.

Sus ojos cambiaron, estaban llenos de rencor y desesperación, esperanza e incertidumbre, sobre todo incertidumbre, porque por primera vez en toda su existencia, nadie vino a contestar sus dudas.

Ella avanzó tres centímetros más, saboreando el aire circundante al bermellón. Temblaba y él podía notarlo.
Su bruja era vulnerable. 

En todos esos años nunca vio derrumbarse la fuerza ostentada por esa mujer y la entereza resultó ser una ilusión proyectada sublimemente, al punto de no existir persona en la tierra o en la otra, capaz de creer la fragilidad que tenía por dentro. De alguna forma, arrasó con sus barreras. Su bruja era una niña asustada. Precioso.

Se quedaron así unos minutos, respirando el uno del otro porque era lo justo y la majestuosidad aparecida en aquel rincón a las 7 de la tarde, un día de marzo sin fecha exacta, no tenía comparación. Ninguno avanzaba. Ninguno retrocedía. Detenidos, en suspenso si se quiere, sincronizando sus anhelos con lo menesteroso mientras se borraba cualquier atisbo de pensamiento perturbador o de reproche, lo demás sobraba, el mundo entero sobraba, la vida si quería irse, se podía marchar, no importaba.


Bastaba una corriente de aire que los moviera para que se tocaran la boca, pero no fue necesaria, el magnetismo era demasiado fuerte y el roce de labio con labio empezó a acarrear el cosquilleo sensual del contacto imprevisto, sin invocar al beso todavía y manteniéndose cautivos con el correr de electricidad por la piel despertándose desde la escarcha, presos en el limbo, a tiempo suficiente para salvarse o para lanzarse del despeñadero sin mar en el fondo. El limbo era la exquisitez.

En un mero reflejo, Helena suspiró dejando entreabiertos los labios donde calzaron perfectos los de Felipe, besándola tierno, como cuando se prueba un vino sin par en el mundo, guardado en perpetuidad hasta alcanzar lo divino, pudiendo desintegrarse en su pureza, etéreo, celestial, amargo y dulce en un mismo turno, un delicioso veneno exacerbante del temor intrínseco a tragar y perder para siempre el momento del sorbo.


Ella había decidido, aunque su intuición le fallara y terminara por conducirla al camino equivocado hasta un futuro irrevocable, siendo indistinto si la profecía si se cumplía o no. Lo quería a él con las consecuencias que fueran.

Había destellos de inocencia en cada beso procurado. Había inocencia en sus sentimientos, sin necesidad de nada. Inocencia.

Era el beso pospuesto y en deuda desde la última vez que coincidieron hace siglos, sino milenios o desde la creación misma y hasta ese instante no habían podido reconocer el sabor a lasciva añeja volatilizada por todos lados. Hambruna y desesperación.

Respondían a los deseos del otro sin hablarse y no hubo ruido en la casa, ni en los pensamientos de ella. La música que sonaba eternamente en esas cuatro paredes encontró su fin y era excepcional el silencio como para sumergirse hasta olvidar el sonido, flotando en la algarabía de las manos cargadas de temor de aquel que no la dejó de besar. Tenía miedo de soltarla y perderla en el arrepentimiento propio de una crianza tan católica como en los años más oscuros de su historia y cabía la posibilidad de despertarle a la inquisición y que todo se acabara de pronto o de abrir los ojos y encontrarse rubicundo entre las almohadas, pero solo tras un sueño acalorado.

Ella hace rato vagaba despojada de sus ataduras, de los demonios que la perseguían y de las proclamaciones pecaminosas donde el sexo actuaba como la condena del alma. La libertad le hacía señas a la distancia.  

Un hormigueo desesperado se le instaló en las yemas de los dedos junto con oleadas bamboleantes de un calor desconocido hasta entonces, recorriéndole el vientre para estacionarse en el caudal de su ser. Una pujanza clandestina la impulsó a deslizar  las manos vacilantes por la hilera de botones cosidos a la camisa de Felipe, levantándose la congoja por descubrir lo que ocultaba y sin darse cuenta, de pronto había dejado abierto un ojal, otro y entre más oleadas y besos dulces, otro.  Él lo advirtió y en un acto casi instintivo apretó el abrazo de cintura a cintura, sintiéndose con los pudores desnudos tras desatar a la curiosidad atrapada entre los muslos entusiasmando a las caderas con la idea de una fusión animal, mientras la exacerbación de la carne comenzaba a hacerse evidente en los dos. Se les escapó la voz sin aviso, lanzando al aire algo parecido a un gemido.

Se miraron ansiosos de coincidir en los supuestos concedidos por la imaginación y la revolución de hormonas alborotadas empezó a exigirles con suma urgencia la inhibición de todo salvo las ganas, engatusándolos con la posibilidad de que mañana, quizás se muere el mundo y quién sabe si Armagedón borra al universo, y no alcanzaron a yacer juntos.  Mejor cubrir todas las aristas.

Él aventuró un beso en el borde de la clavícula, hipnotizado lento por la transparencia ofrecida por la blusa de encaje que revelaba el ribete del sostén insolente por ocultarle la piel y sus misterios detrás.

Se volvieron a mirar, ahora con la sapiencia de que en la inocencia apareció tenue la malicia con vahos placenteros haciendo que las culpas paridas por las mismas culpas de la Iglesia se fueran al carajo, que si se moría el mundo mañana, o que atacasen los arrepentimientos, importaría un soberano rábano.

Él retrocedió. Inmóvil. Espabilado.

 Helena poco y nada entendió, pero tomó entre sus manos aquellas que resbalaron mejillas abajo pasando por el filo del cuello, la vacilación de la clavícula cautivadora, por el perfil exacto de los senos en plenilunio, hasta llegar al abismo taciturno de la cintura donde tantas veces ahogó sus ojos al verla pasar por un pasillo, un día cualquiera. Aquellas manos que comenzaron a quitarle la ropa.

El tiempo se hubo detenido en la caída al vacío de la blusa de encaje descubriendo de un sólo golpe la piel dorada por el sol estival recién extinto. Tierras indómitas a la espera de ser conquistadas por caricias entregadas con amor, se descubrieron después del horizonte dejado por la separación de la silueta de Helena con la de Felipe. Los miedos de Helena fueron confirmados: Había amor. La libertad era improbable ahora.

En dos pasos apareció la exactitud del cuarto con la cama en el medio y las cortinas sin abrir.
Era la frontera postrema que podía ser vulnerada por la razón. El purgatorio verdadero que sin embargo, instaba a restarle importancia a la localidad de la juicio desaparecido del cuento.

“Quien no se arriesga – Pensó ella – No cruza el río. – Pensó él”

Se desechó en cámara lenta la indumentaria innecesaria y estorbosa en el camino. 

Resultó ser que la espalda de Felipe era más suave que su camisa impecablemente almidonada, tan protectora como lo fueron toda la vida sus brazos convertidos en el refugio donde Helena cobijaba sus penas y despampanantemente seductora cuando se veían contraerse los músculos con el movimiento del espinazo, que en su pecho palpitaba un vestigio de corazón separando en sílabas el nombre de la mujer que se lo robó, con cierta consonancia adormecedora para cualquier vicisitud. 

Resultó ser que el color del atardecer se quedó impreso en Helena, junto con el sabor a sal del viento marino impregnado en las gotas de sudor esparcidas en su frente, la coronaban entregándole la luminiscencia de las estrellas detenidas en sus ojos susurrando entre cánticos antiguos y quejidos los secretos que sólo las sirenas son capaces de revelar. 

El horizonte no es la división entre cielo y tierra, sino la línea trazada paralela a su ombligo, donde la furia de las mareas se condensó para el deleite de su príncipe azul. Resultó ser que sí quedaba música en la casa y eran las risas mesuradas enredándose con suspiros entremedio de los gemidos en fuga, frases melosas y sugerentes en lenguas extranjeras y las respiraciones invocadas por el colchón al amortiguarles el apetito, era la armonía creada por ruido incipiente escapado de un corcoveo al ser detenido en las convexidades del otro en cuestión.

Resultó ser que sí era insolente el sostén por su egoísmo al secuestrar los senos hasta de la luz. Insolentes egoístas. Celosos. Derrocados.

Deshicieron sus límites buscando los ajenos, consumiéndose por los besos catalizadores regados en sus junturas convertidas en bebederos de sudor, situados en estrategia para hacerles recuperar las fuerzas escasas después de tremolar al unísono.
Él avanzaba sin encontrar resistencia, salvo una boca por saciar.

Embestidas de caricias se desataron en la extensión de la piel erizada, dormida y despertada de Helena, mientras un ejército de dedos exploradores desfilaban por la espalda imponente haciendo trincheras de alegría cuando sus uñas iban dejando huellas en los brazos de Felipe. Aparecieron los suspiros erotizados al morderse las sonrisas, propiciándoles todavía más placer.

“Pensar que hace un par de horas nos reíamos en el café” Pensó Helena antes de volverlo a besar sin dimensionar lo mucho que le podrían llegar a gustar los besos de ese hombre, dejándola hambrienta, aniquilada en la espera del debut  lujurioso de los mordiscos en paroxismos al rescate de su necesidad. ¿Cómo pudo privarse de ellos todo este tiempo?

No se podía dejar ni un centímetro sin explorar, pero ninguno se aventuraba más allá de la delimitación impuesta por el cinturón, porque ninguno sabía lo que estaba haciendo, y volvió a aparecer el hormigueo en las manos junto con el magnetismo alzado por los botones y así de pronto, él abrió la bragueta del pantalón de Helena. Ella lo miró confundida, asustada, incrédula, excitada. Hasta ahí todo bien, ir más allá era arriesgado considerando la masacre  que podía aparecer en el futuro, pero en el momento de flaqueza Felipe la hizo estremecer y desdoblarse de su cuerpo con sólo deslizar su nariz a lo largo del abdomen y por el contorno del pantalón. Ella hizo lo propio trayéndolo de regreso al alcance de sus labios e invirtiendo los roles. Ahora dominaba la panorámica del asunto, quedando de bruces sobre la pelvis de Felipe, para comenzar con el tango vehemente de suspiros. Puso las manos en el pecho del que estaba absorto en el paisaje que una coincidencia obligada le regaló, encorvándose lentamente conforme el corazón palpitaba y las brazas del infierno se apoderaban de sus sexos. Helena podía sentir la fogosidad de Felipe acrecentándose de a poco bajo ella, acompañándolo camino a la catarsis.
Lo único que Felipe hacía era memorizar los detalles de esa mujer de cabellos oscuros que eclipsaban los senos erguidos y mecidos por la cadencia marcada por los quiebres en su tango.
Ninguno de los dos jamás imaginó llegar a estar un día así. Sí, Felipe lo anhelaba desde el primer instante que vio a Helena pavonearse por los pasillos de un viejo liceo, pero pese a sus planes de infiltrarse en su círculo más cercano  para poder ganarse, en un futuro lejanísimo y probablemente de otra dimensión, el corazón codiciado de la niña que hablaba en inglés, sus utopía no abarcaban tanto.
Helena mientras sucumbía ante la satisfacción, pensaba en la forma particular que tuvo ese hombre de llegar a su vida: De la nada, un día le empezó a enviar cartas, sin dejarse ver, pero contándole la vida entera para merecer su confianza y así armarse de valor e ir a decirle de frente, cuando octubre daba su último aliento, que era él con quien hablaba cada noche. Desde ahí se convirtió en su piedra angular, su mejor amigo, confidente, caballero de brillante armadura y uno de los que sabían de su afición por el ocultismo y sus conversaciones con los muertos. Ahora sería el título del gran capítulo de su existencia.

Felipe descansó sobre el pecho de Helena, escuchando el rugir de la respiración entrecortada antes de atreverse a acariciarle los senos cuando los pezones que sólo le habían respondido al frío del inverno, le susurraban perversidades, invitándole a beber del manantial lujurioso de sus encantos. Lo hizo.
Fue bajándole el pantalón conforme los corcoveos involuntarios se manifestaban, hasta quitárselos del todo, luego, él hizo lo mismo con los suyos y la ropa interior, dejando al descubierto su erección. Continuó sacándole las bragas quedando desprovista de censura. No hubo impedimento, más bien, voluntad. Paró.
-          ¿Estás segura?
-          ¿Tú lo estás?
Ya no volvieron a hablar.
Él se acomodó entre sus muslos, buscando torpe la entrada al paraíso. Ella sin querer, contraía los músculos para defenderse. No le valió del nada, él ya había descubierto el cómo.
Un gemido doloroso le quitó la respiración, cuando le rasguñaba la espalda al sentirlo profanar sus intimidades, desconocidas incluso para ella. Si debía morir, que fuese en ese instante.
Despacio Felipe arremetía contra la contracciones sigilosas de un cuerpo inexperto en el amor, pero desplegándose para él. Despacio, muy despacio, que no se les fuera a escapar un grito dolorido de éxtasis.
Helena floreció al tiempo que pasaba sus manos por los glúteos de su amante, pidiéndole cada vez más y más, perdida en el páramo de la indecencia y sin ánimos de retornar pronto. Si eso era pecado, que viniera el Diablo a buscarla.
Felipe daba estocadas al igual que las olas de marejadas en las rocas: Fuertes y abrumadoras, delicadas y serenas, caóticamente perfectas destruyéndolo todo al renovar la vida.
Se alimentaba de las lamentaciones escuchadas, de los arañazos marcando recorrido, los empujones asistidos de sus nalgas cuando las manos de ella se le aferraban como garras y por el desborde de delicia entre ambos. Divina condena.

Los encontró la noche con Marte traspasando el ventanal en el dormitorio, siendo testigo del idilio bañado en sudor, bailando rumba Helena con Felipe entre las piernas.  

Embeleso amalgamado con sufrimiento arremolinándose con el congelamiento de la rotación del mundo se detuvo una eternidad en sus miradas, aunque persiguiéndose, desapareciendo entre pestañeos inconscientes, retornar y anclarse por las pupilas.

Ella enredaba sus dedos en los cabellos de él, obligándolo a su boca y al despeñadero de la condenada clavícula. Eran más finos de lo que recordaba y aún más oscuros que el ébano en el cielo a esa hora. ¿Desde cuándo se fijaba en esas cosas?
Explosiones como fuegos artificiales de exquisitez le circulaban por el organismo cada que le mordía los labios demandándole al hormigueo con movimientos sexuales a bajar bamboleante desde la boca hasta donde se unían los dos.

Él le dibujaba corazones en la entrepierna como queriendo dejar impreso el paso de sus manos por los cueros consagrados de la mujer ladrona de su sensatez.  

Se abría camino en sendas  nunca andadas, temiendo en cada paso que con la repetición afanosa de sus caderas en réquiem pudiera morir víctima de una trampa. Avanzaba y retrocedía, avanzaba y retrocedía, se detenía, volvía a avanzar, contestando con eficacia a las reacciones provocadas en Helena. Una pelvis avanzaba cuando la otra retrocedía encontrándose a la mitad.

Todavía no lograban digerir la idea del encuentro porque algo no calzaba en la historia ¿Dónde se había ido a esconder la niña cobarde de su Dios y los pecados? ¿Dónde partió la que por crianza no podía hablar de sexo sin sentirse como pez fuera del mar? ¿Dónde carajo se fue su mejor amiga y apareció la visión más hermosa de ella desnuda bajo él? Pensó que entre tanta cosa rara, había terminado por hechizarse a ella misma, haciendo de tripas corazón para entregarse sin culpas a los disfrutes de la juventud. Sí, eso tenía que ser.

De alguna forma extraña la inocencia preñada de depravaciones entre ellos, a Felipe le encantaba, era mucho más que sexo a secas, era a confluencia de dos destinos hechos para hallarse, reconocerse y amarse.

La sutileza de los toqueteos y de los roces incipientes entregados sólo por querer conocer la textura de lo incierto, se transfiguró en convulsiones febriles con tempo acelerado casi hasta alcanzar a la sangre en su carrera frenética, haciendo sonar las maderas viejas de la cama siempre cómplice del despojo que deja el desfallecer por continuar exhortando a las fantasías de dejar fluir aquel sentimiento agónico dueño del pecado. Para no saber qué hacer, estaba muy bien. 

Era el amanecer de animal interior ávido de la agitación causada por los miles de años de evolución o desde que la humanidad fue expulsada del Edén, la razón del colapso de civilizaciones enteras, el desprendimiento del alma, otra vez Troya ardiendo por Helena.

Ella que desde arriba podía escrutarlo todo era cegada por la necesidad inherente de acelerar el ritmo de los movimientos. Él hacía lo mismo, convirtiendo la colisión de sus adentros en una carrera por ver quién llegaba primero. Empataron. 

Nada se comparaba y nada podía ser mejor que la sensación de la muerte dictando sentencia cuando con más ganas la vida resplandecía en la reverberación de los sueños cumplidos al desbordarse por las manos. Era la cúlmine de la existencia, rozar el velo en la cara de Dios  después de conseguir  escapar con aleteos desesperados de las zarpas del demonio para caer desintegrados en miles de partes tan pesadas como el plomo en picada libre hasta el abismo de un lecho.

Poco faltaba para que en un segundo, se revelara la incertidumbre del universo creada por Big Bang, condensando energía en un punto fijo para que en la inmediatez se gatillara la expansión supersónica de bombas eróticamente plagadas de jadeos, gemidos, temblores,  la dicotomía de la vida y la muerte y la resurrección suspendida hasta liberar hasta el último grito atrapado en la garganta y así, cansados y con la rubefacción acusadora en las mejillas, pudieran contemplar la gracia de Marte alumbrándoles los albores de un destino nuevo.
Siempre era la luna la que bautizaba a los romances por nacer, pero el suyo era tan viejo...


El aliento caduco surgió desde el repentino silencio apoderado de la habitación. Marte seguía alumbrando y a la noche se le escapó la mitad, hubo enajenamiento hasta que el pulso dejó de oírse tronar, a las ansias les sucedió el cansancio, a la exasperación, la calma, a la excitación la consumación y a las dudas, el olvido.

-          – Creo que te amo. – Le suspiró Helena después de mirarlo con los ojos repletos de devoción.
Él se despegó del colchón para acariciarle el pelo y la volvió a besar mesurando contarle entre juegos con los labios, la perpetuidad de su entrega.

-         –  Yo, amor mío, estoy absolutamente seguro que te amo.  Se abrazaron antes de acostarse uno al lado del otro.
-         –  ¿Tan tarde es? – Preguntó ella al darse cuenta que por la ventana la noche era profunda. Sonrió.
-         –  ¿Y qué? ¿Tenemos algo por hacer? – Le robó un beso.

Helena caía sumida en el letargo mientras se apagaban los ecos del mundo. Estaba segura, tranquila, plena, amada y amando, por fin, sin las penas ni las trabas impuestas por ella misma desde su esencia, era como nacer de nuevo y poder cambiar de piel dejando enterradas las heridas antiguas para mostrar orgullosa la cura de sus cicatrices. Se durmió y él también.

Ruido de bocinazos emergieron sutiles, agarrando fuerza en exponencial hasta que no dejaban oír otra cosa. Había sol alumbrando la casa y dejando por todos lados aquel resplandor de oro que queda tras chocar con las partículas de polvo en suspensión. Debía ser carca de las 4 pm.

Un peso en el pecho le recordó de un golpe la travesía pasada, siendo abrumada por un millón de emociones multiplicándose con cada respiración y haciéndose más fuertes, con más congoja que felicidad. Apareció un sollozo mientras la sensación de vacío se expandió hasta explotar y de un segundo a otro había un caudal fluyendo por su rostro, convirtiendo el sollozo en un llanto ahogado de dolor que extraditó su voz a la nada sin permitirle volver.

Todavía no abría los ojos.

Se aferraba al peso flotante en su pecho como a un salvavidas después de un naufragio y asimismo, perdió su alma.

Era un martes de junio, a media tarde y los anzuelos del sillón la habían tomado de rehén tiempo antes, para arrullarla en la calidez de su propio cansancio, protegiéndola de las inclemencias de las luces proyectadas por el sol sobre su cuerpo.
No quería abrir los ojos porque sabía lo que iba a encontrar y no era tan recia para soportarlo.  Aún no.

Más lágrimas fueron sacrificadas cuando sus manos frías desfilaron escrutando lo que tenía encima. Su instinto tuvo razón y no lo escuchó.

Ahí estaba: Un martes a media tarde, recién despertando de un sueño invocado en un pestañeo traicionero, con el libro de protocolos de urgencia abierto en su pecho y que sus manos aprisionaban con furia, cuatro años desde esa tarde de marzo.

No lo había dejado entrar.

Aquella tarde, después de conversar, Helena lo acompañó al ascensor con la excusa de haber olvidado un compromiso con la vecina del piso 24 a la hora de la cena. Felipe se marchó, pero al llegar a la primera planta, notó la ausencia de su bufanda y volvió a buscarla pues la noche se venía con bruma. Llamó al timbre y nada. Marcó al celular de Helena y nada. Se quedó afuera de la puerta un rato y se fue.
Helena estaba adentro, sentada en el sofá con las luces apagadas y un cigarro alumbrándole los miedos, jurándose hasta el cansancio que tomó la decisión correcta.  ¿Y si fallaba otra vez su agudeza? Mejor no correr riesgos y dejarlo para mañana…

No lo dejó entrar.

Él nunca más volvió.

Antes de ir a verla, incluso antes de salir de su departamento, se había prometido que si no encontraba luz de reciprocidad para sus sentimientos, no la vería nunca más, porque le hacía daño tenerla al alcance, pero no lo suficiente.

Era el futuro previsto: Oscuridad, agonía y dolor… y por ningún lado él.

Lloró hasta perderse entre sus ansiedades y sus recuerdos. Lloró por su cobardía y por la latencia de su historia inconclusa. Lloró por él y por ella. Lloró porque no sabía dónde buscarle para pedirle perdón por idiota. Lloró porque era el único consuelo por errar tanto.


No lo dejó entrar… 



ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER


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